Lo único que Jairo hizo fue alcanzar una bomba. O para evitar malas interpretaciones en épocas de guerra contra el terrorismo, un globo. Gracias a eso se convirtió en un ser odiado, perseguido, despreciado, insultado y casi golpeado.
Era domingo, el sol brillaba. Jairo salió a dar una vuelta con su pinta del día: tenis blancos, media de lana, bermudas, camiseta de marca, gorra y gafas oscuras.
Pasó al lado de un conjunto residencial de esos en forma de isla. Edificios al centro, zona verde alrededor circundada -por aquello de la inseguridad- por tremenda reja rematada en chuzos. Una bomba roja bien inflada lentamente sobrepasó la reja y cayó al andén. Ágilmente Jairo la atrapó antes de que el viento la llevara a la calzada. Miró a su izquierda y vio a una tierna pequeña -de 3 a 4 años- con ojos a punto de llorar por la pérdida de su juguete.
Pero eso no iba a pasar. Él estaba ahí. Así que lanzó la bomba hacia el otro lado. Esta se elevó y cayó, muy, muy, muy, muy lentamente sobre la punta de uno de los chuzos.
¡Pum!
Ese fue el sonido que hizo el globo al reventar. Pero sonó suave en comparación con lo que vino después. La tierna pequeña se convirtió en un amplificador de sonidos y el amenazante llanto evolucionó a berridos espantoso en cuestión de segundos.
La madre, quien conversaba con una vecina y no había visto los detalles, corrió al rescate. Lo que ella vio fue un trozo de bomba en la reja, y a su hija llorando mientras señalaba a un señor al otro lado.
Porque Jairo, contrario a la lógica, no había salido corriendo de ahí, sino que intentaba consolar a la pequeña. Cual leona en defensa de su cachorro, sin buscar explicaciones lógicas, la madre la emprendió a adjetivos contra ese grandote, abusivo, aprovechado, que debía meterse con uno de su tamaño en vez de estarle haciendo maldades a niñas pequeñas.
La gritería de la progenitora asustó a la nena, quien demostró que podía chillar más duro. Llegaron otros vecinos mientras Jairo, tercamente, insistía en dar explicaciones que nadie quería escuchar. hasta que una voz masculina preguntó detrás de él ¿Qué pasó?
Contento de tener un interlocutor, el interpelado volteó para encontrarse con un camaján que lo duplicaba en tamaño y ancho y lo miraba con ojos extrañados. De todas las opciones posibles, escogió la peor, como se daría cuenta más tarde.
- Verá, es que yo le reventé la bomba a la niña cuando...
El gorila no lo dejó terminar. Con un vozarrón adecuado a su físico bramó... ¡Usted le reventó la bomba a mi hija!
Y una vocecita a media lengua confirmó desde el otro lado de la reja -Malo, malo.
Una hora después, Jairo gastó su penúltima reserva de aire inflando el décimo globo del paquete que tuvo que comprar para calmar, en su orden, al padre indignado y amenazante, la madre ofendida y vociferante, y la hija traumatizada y llorona.
Solo en ese momento la pequeña recuperó la sonrisa.
La misma que Jairo perdió durante todo el resto del domingo.