miércoles, 9 de abril de 2025

Tensa calma familiar en tiempos pretéritos


Nota de la redacción. Eran otras épocas. La educación en el hogar funcionaba con herramientas diferentes. Las madres amaban a sus hijos, pero también ejercían la más implacable autoridad. En ese contexto transcurre la historia que retomamos a continuación (con algunos ajustes menores) escrita a finales del siglo pasado.

El niño —necio e inquieto como todos— comete alguna travesura. Rompe algo. Daña algún objeto o documento importante. Asalta la nevera antes de tiempo, descompletando los postres. Realiza alguna actividad de esas que están explícitamente prohibidas, aprovechando la falta de supervisión. O combina, irresponsablemente, todas o parte de las anteriores.

El niño —inmaduro pero no bobo— sabe lo que le espera. La madre de turno cree en la pedagogía... del chancletazo. Y en los beneficios educativos de una buena cantaleta. O del regaño en vivo y en directo. 

Pasado el gusto inicial de la chiquillada, la picardía abre paso al temor. Él sabe que ella lo sabe todo. Que de alguna manera se entera de la totalidad de los hechos que ocurren en la casa, con sus respectivos autores intelectuales y materiales. Y que a cada uno le llega, tarde o temprano, su merecido.

Ese día, el pequeño condenado se las ingenia para evadir la justicia maternal durante la tarde. Pero al fin llega el momento inevitable: la hora de la comida. La madre aparece en el comedor, se sienta, lo mira a los ojos y...

Nada. No ocurre nada.

Al niño —inteligente pero desubicado— le falta mucho por aprender. Ignora que a veces los adultos tienen preocupaciones que, por un día o dos, lo mandan a él a un segundo plano. Que a veces, por la cabeza de la madre rondan inquietudes lo suficientemente trascendentes para cancelar o por lo menos aplazar un regaño.

El solo sabe que donde debería haber cantaleta hay silencio. Y en su mente infantil las sensaciones evolucionan con rapidez. Del desconcierto inicial se pasa al regocijo. Del regocijo a la curiosidad. De la curiosidad a la expectativa. Y de la expectativa... al miedo.

Porque las citas con la justicia no se evaden. Se aplazan. Y si no fue ahí, será mañana. O pasado. O mientras ve televisión. O cuando se esté graduando de bachiller. O el día de su matrimonio.  

Esa es la razón por la cual, en los días subsiguientes, el pequeño vive en un ambiente de tensa calma. Esperando el regaño. Pendiente de la cantaleta. Presto a evadir el primer chancletazo.

Y nunca recuperará del todo la tranquilidad a menos que llegue ese momento maravilloso cuando un grito rasgue el aire con su nombre y la pregunta ¡Quien (espacio libre para colocar una descripción de la travesura)!

El orden natural de las cosas habrá vuelto.