martes, 4 de marzo de 2008

El amigo de mi esposo

Se trata del antiguo compañero de colegio, del vecino de toda la vida, del hermano de juergas y estudios. Y claro, él sigue soltero y quiere pasar una noche de tragos en casa de su camarada casado. Para los dos amigos, es un momento sublime. Para la esposa, es su peor pesadilla.
El amigote, para empezar, puede aparecer en cualquier momento. A las dos de la mañana con una botella de aguardiente y un salchichón bajo el brazo, o tres meses después de aquella tarde de sábado en la que llamó a decir “ya voy para allá”.
Cuando entra, se posesiona del apartamento o casa. Invade la cocina, utiliza los cuchillos de plata para picar el salchichón, insiste en servir el mismo el aguardiente, derramándolo sobre la mesa de centro, la alfombra y el equipo de sonido. Saca de su bolsillo un inacabable mp3 de corridos prohibidos y lo coloca a todo volumen. E insiste “ya saben como es la cosa conmigo, si algo les molesta, sólo díganme”.
Una hora después, los dos hombres están borrachos cantando “Cruz de mariguana”. En ese momento la evaluación parcial de daños incluye un cenicero de cristal de murano rayado, una vela de colección derretida, una enorme mancha de aguardiente en la alfombra y una perentoria advertencia de los vecinos sobre acudir a las autoridades competentes si no le bajan el volumen al equipo.
Con un “acuéstate tranquila, mi amor”, la despachan. Mientras cierra la puerta de la habitación alcanza a escuchar un sospechoso “ahora sí podemos hablar” seguido de una sonora carcajada. El destemplado coro de dueto norteño la arrulla hasta que se queda dormida.
Amanece. A su lado, todavía vestido, el esposo duerme la borrachera. Ella se levanta suavemente para no despertarlo y se prepara a hacer el inventario final de la indeseable visita.
No son los vasos sucios regados a todo lo largo de sala y comedor, ni la gran cantidad de colillas que “abonan” sus indefensas plantas, ni el reguero de casetes y discos compactos que decoran la alfombra manchada los que hacen que la esposa sienta ganas de ponerse a llorar. No. Es la figura de camisa desabrochada desparramada en el sofá que ante la presencia de la dueña de casa pronuncia, en medio de un tufo monumental, palabras que la hacen pensar en cometer un amiguicidio.
¿Qué hay para desayunar?

La amiga de mi esposa

No importa si es joven o vieja, bonita o fea. El físico, la inteligencia, o la sensualidad es lo de menos. Su presencia es la peor pesadilla para cualquier esposo de pareja sin hijos. Es ella, la tercera persona, es... la amiga de la esposa.
La víctima de turno aclara que le parece muy bueno que su esposa tenga amigas y que no ve ningún problema en que la visiten de vez en cuando. El problema es que para él, de vez en cuando es una tarde de sábado cada 4 meses y para la esposa y su amiga, de vez en cuando es un fin de semana completo cada 15 días.
Así, un viernes en la tarde ella aparece. A partir de ese momento el esposo queda excluido automáticamente de todas las conversaciones. Solo escuchará risas que se acallarán cada vez que se acerque.
Bueno, queda la televisión. Falso. La televisión tiene dueñas. Como ese día ella tiene refuerzos, toca ver alguna melcochuda historia de amor en video. Y ni modo de ponerse romántico, pues la amiga está acostada en la mitad de la pareja, pendiente y comentando el capítulo respectivo.
Esa visita se las ingenia para estar siempre donde él quiere estar. El baño se convierte en zona prohibida para el género masculino. En la radio se escuchan las emisoras que quiere la amiga, en el almuerzo se sirve lo que a ella le gusta. La invitada ocupa el sillón de lectura, abre las ventanas, fuma en la cocina, y su presencia obliga al caballero a cambiar la informal sudadera de fin de semana por pantalón, camisa y zapatos.
Si el sábado fue difícil, el domingo será largo. Empezará a las 5.30 de la mañana cuando la invasora insista en sacarlo de la cama para hacer aeróbicos. Y el resto del día él deambulará cual fantasma por la casa o apartamento tratando de no interrumpir la conversación de las dos mujeres.
En la noche, si el señor tiene carro, tendrá que llevarla al otro extremo de la ciudad. Si no tiene, deberá esperar una hora en una calle helada que ella agarre su bus. Pero vale la pena, pues es la única forma de asegurarse que no regresará. Estará tan cansado que olvidará hacer los respectivos reclamos y únicamente se acordará de que debió haberlo hecho, 15 días después, cuando una voz melcochuda le diga al oído.
“Adivina quien viene a acompañarnos este fin de semana”.