A Mirócletes no le gusta hablar de esto porque la única vez que hizo algún comentario, entre un grupo de amigos, le endosaron el apodo con el cual lo identificamos en esta nota.
De la forma más inocente narró una anécdota. Trabajaba en tierra caliente y consiguió un apartaestudio en la azotea de un edificio construido piso a piso. Eso significó disponer de una terraza con cuarto, baño y cocina mientras los dueños acumulaban capital para hacer apartamento —o apartamentos— en ese quinto nivel, como lo habían hecho con otros tres (los propietarios habitaban el primero y arrendaban el resto).
El inmueble brindaba una vista de terrazas similares en todo el barrio, muchas de las cuales eran utilizadas para secar ropa. Un día en la mañana (solo uno), una vez (solo una), en una de las azoteas circundantes esa mujer salió, tomó una prenda del tendedero, se la puso y desapareció.
La prenda en cuestión era una camiseta y la mujer vestía pantalón y brasier. Mirócletes contó que la situación había durado pocos segundos, que probablemente la dama ni siquiera había notado su presencia pero reconoció —y ese fue el error— que de ahí en adelante él pasó varios días saliendo a la misma hora.
Los amigos no desaprovecharon el papayazo y lo sabotearon durante todo el encuentro y los días subsiguientes. Lo llamaron voyerista, mirón, depravado de azotea, peeping tom, denominaciones que fueron opacadas por Mirócletes. El apodo pasó a ser su apelativo en ese círculo social e incluso trascendió a otros donde la anécdota de la azotea era ignorada.
Ahora, lo que el hombre nunca comentó públicamente es que después de la visión en techo ajeno, le quedó la costumbre de mirar hacia las ventanas vecinas. Nada obsesivo, nada exagerado. No se trataba de una conducta permanente, ni mucho menos apoyada en algún artefacto tecnológico. Simplemente, cada vez que cambiaba de residencia —muy a menudo por circunstancias personales y laborales— dedicaba tiempo a lo que tenía al frente de sus ventanas. Hasta que se aburría, lo cual solía pasar después de la primera mirada.
Si la motivación inconsciente era obtener una visión similar al vestier al aire libre, hay que decir que no le fue mal sino peor. Vio familias recibiendo visita o despachando algunas de las comidas diarias en la mesa, ancianos de baja movilidad ojeando el mundo detrás del vidrio, perros curioseando, gatos haciendo equilibrio, personas tecleando en plan de teletrabajo, recreación o estudio, alguna o algún caminante que llegaba a la ventana y se alejaba mientras conversaba por celular, damas o caballeros lavando loza o cocinando. Todos, sin excepción, completamente vestidos.
Y por supuesto, tampoco informó a nadie sobre esa imagen que enterró su faceta de fisgón, le recordó el saludable hábito de respetar la intimidad ajena y eliminó la validez del apodo de Mirócletes. Era un apartamento situado justo frente al suyo, a un nivel más alto. De noche, el observador había detectado una presencia femenina, aunque también había un caballero, por lo que presumía eran pareja. Siempre tenían cerradas las cortinas de velo, lo que impedía verlos con claridad.
Un día cualquiera notó que colocaban aquel gran sillón justo frente a la ventana y abrían el cortinaje, como quien crea un espacio para sentarse a tomar el sol, que bañaba generosamente ese punto cuando rondaba el mediodía. Ahí se sentó la mujer, comenzó a desabrocharse la blusa y...
Alguien, no alcanzó a darse cuenta si era hombre o mujer, le ayudó con el bebé quien, debidamente acomodado, inició su consumo de leche materna acompañado por el clima mañanero.