jueves, 22 de octubre de 2015

Doña Tránsito no tiene la culpa


Esta es una típica historia de amor. Comienza con ese romance donde todo parece perfecto. Pero tarde o temprano alguna nube empaña el cielo azul de la pasión. Las nubes anuncian tormentas, lloviznas o, por lo menos, cambios en temperatura y visibilidad. Y el mundo almibarado de la pareja de turno comienza a tener sus gusticos amargos.

Los enamorados son Bogotá y su sistema de transporte público, Transmilenio. Los buses con carril exclusivo, paraderos fijos y tarjetas para pago de pasajes. Hace como 10 años, cuando el galán con ruedas llegó, la ciudad se rindió a sus pies y durante un breve periodo vivieron ese romance de película al que aludíamos en el primer párrafo.

No recordamos si los hechos ocurrieron durante la fase del feliz noviazgo, o cuando ya despuntaban los primeros problemas de pareja. Los buses del sistema no solo se mueven para transportar pasajeros. También deben hacerlo para trasladarse desde su parqueadero a donde comienza la ruta, para cuestiones técnico mecánicas, para cambiar de conductor, o por cualquier otra razón que debe ser completamente válida.

Cuando un bus en movimiento estaba fuera de servicio lo informaba a través de un letrero que decía, como no, fuera de servicio. Es la lógica de que en el baño de caballeros debe decir baño de caballeros; en la entrada, entrada, y en la entrada prohibida … prohibida la entrada.

Pero como en toda historia de amor, la lógica brilla por su ausencia. Aquí es donde entra la tercera persona, Tránsito. No la autoridad municipal de movilidad. Tampoco la “Actividad de personas y vehículos que pasan por una calle, una carretera (Drae, segunda acepción)”. Aludimos a las mujeres bautizadas con ese nombre que se refiere a la tradición católica de que la Virgen María hizo “tránsito” en cuerpo y alma al cielo.

Tránsito suena a mujer trabajadora. Y de la clase proletaria. Suele llevar un María –ver teología en párrafo anterior–. Difícil encontrar a Tránsito, candidata departamental al reinado nacional de la belleza; o a la doctora Tránsito, CEO o por lo menos vicepresidente de una multinacional. En cambio la señora Tránsito que labora en el servicio doméstico, tiene una peluquería, se dedica a la costura, presta servicios de enfermería a domicilio o atiende clientes en un almacén de telas suena más común.

Además, como no ocurre con su tocayo institucional, el nombre tiene un componente de eficiencia. Las historias de doña Tránsito solían ser positivas y elogiosas, hasta que a ese publicista, ese ingeniero, o a ese comité se le ocurrió la idea genial de reemplazar el letrero de “Fuera de servicio” por uno que dice “En tránsito”. Un ejemplo más de quienes creen que para solucionar un problema solo hay que cambiarle el nombre.

Hoy, estaciones abarrotadas en horas picos y buses tan demorados como llenos han convertido el romance inicial entre Bogotá y Transmilenio en un matrimonio por descarte. Hoy, cada vez que aparece –y es bastante seguido- un automotor con el consabido letrero el ciudadano no entiende, se exaspera, maldice, mira el reloj e interna o externamente desahoga todo su odio contra el sistema, la alcaldía, las autoridades y, sobre todo, contra ese bus que se dedica a pasear en vez de trabajar.

Tránsito se volvió sinónimo de la ineficiencia del sistema.

Doña Tránsito y sus demás tocayas no tienen la culpa.