Esta es una típica historia de amor. Comienza con ese romance donde todo
parece perfecto. Pero tarde o temprano alguna nube empaña el cielo azul de la
pasión. Las nubes anuncian tormentas, lloviznas o, por lo menos, cambios en
temperatura y visibilidad. Y el mundo almibarado de la pareja de turno comienza
a tener sus gusticos amargos.
Los enamorados son Bogotá y su sistema de transporte público,
Transmilenio. Los buses con carril exclusivo, paraderos fijos y tarjetas para
pago de pasajes. Hace como 10 años, cuando el galán con ruedas llegó, la ciudad
se rindió a sus pies y durante un breve periodo vivieron ese romance de
película al que aludíamos en el primer párrafo.
No recordamos si los hechos ocurrieron durante la fase del feliz noviazgo,
o cuando ya despuntaban los primeros problemas de pareja. Los buses del sistema
no solo se mueven para transportar pasajeros. También deben hacerlo para
trasladarse desde su parqueadero a donde comienza la ruta, para cuestiones
técnico mecánicas, para cambiar de conductor, o por cualquier otra razón que
debe ser completamente válida.
Cuando un bus en movimiento estaba fuera de servicio lo informaba a
través de un letrero que decía, como no, fuera de servicio. Es la lógica de que
en el baño de caballeros debe decir baño de caballeros; en la entrada, entrada,
y en la entrada prohibida … prohibida la entrada.
Pero como en toda historia de amor, la lógica brilla por su ausencia.
Aquí es donde entra la tercera persona, Tránsito. No la autoridad municipal de
movilidad. Tampoco la “Actividad de personas y vehículos que pasan por una
calle, una carretera (Drae, segunda acepción)”. Aludimos a las mujeres bautizadas con ese nombre que se
refiere a la tradición católica de que la Virgen María hizo
“tránsito” en cuerpo y alma al cielo.
Tránsito suena a mujer trabajadora. Y de la clase proletaria. Suele
llevar un María –ver teología en párrafo anterior–. Difícil encontrar a Tránsito,
candidata departamental al reinado nacional de la belleza; o a la doctora
Tránsito, CEO o por lo menos vicepresidente de una multinacional. En cambio la señora Tránsito que
labora en el servicio doméstico, tiene una peluquería, se dedica a la costura, presta servicios de enfermería a domicilio o
atiende clientes en un almacén de telas suena más común.
Además, como no ocurre con su tocayo institucional, el nombre tiene un
componente de eficiencia. Las historias de doña Tránsito solían ser positivas y
elogiosas, hasta que a ese publicista, ese ingeniero, o a ese comité se le
ocurrió la idea genial de reemplazar el letrero de “Fuera de servicio” por uno
que dice “En tránsito”. Un ejemplo más de quienes creen que para solucionar un
problema solo hay que cambiarle el nombre.
Hoy, estaciones abarrotadas en horas picos y buses tan demorados como
llenos han convertido el romance inicial entre Bogotá y Transmilenio en un
matrimonio por descarte. Hoy, cada vez que aparece –y es bastante seguido- un
automotor con el consabido letrero el ciudadano no entiende, se exaspera,
maldice, mira el reloj e interna o externamente desahoga todo su odio contra el
sistema, la alcaldía, las autoridades y, sobre todo, contra ese bus que se
dedica a pasear en vez de trabajar.
Tránsito se volvió sinónimo de la ineficiencia del sistema.