Supongo que
algún psicólogo, sociólogo, antropólogo u otra profesión terminada en ólogo
dispondrá de una documentada explicación. Allá ellos. Nos limitamos a reseñar
los hechos. Lo chiquito –en algunas facetas de la vida, sobre todo las que involucran tecnología– tiende a volverse
grande.
Ahora, hablamos
de cosas que eran grandes, pasaron a pequeñas y de un tiempo para acá, como la
serpiente que muerde su propia cola, incrementaron el espacio que le quitan a
otros en el universo. Y para las mentes demasiado creativas, aclaramos de una
vez que lo de cosas es literal. Esto se refiere a objetos inanimados.
Lo notamos
primero con los audífonos. Hace años, la escucha individualizada demandaba
cubrir las orejas con sendos caparazones de tortuga. Cuando llegó el
“gualkman”, los caparazones pasaron a tiernas esponjitas. Más adelante,
dispositivos anatómicos, camuflados de manera casi invisible en el pabellón
auricular, acompañaron “discman” y
“aipod”. Un discreto cable completaba el discreto conjunto.
Pero la
discreción se fue a ese lejano sitio ubicado media cuadra antes de la porra.
Presumo que algún experto en mercadeo sabe por qué. Los caparazones volvieron.
Y de colores. Y colores chillones. Así que muchas personas andan por la vida
aislados en su notoria escafandra musical. Su contacto con el mundo exterior se limita a ver a los demás
vocalizar hasta caer en cuenta que es con ellos. Entonces destapan una oreja y
como quien no quiere el asunto preguntan ¿Cómo?
Ante la
evidencia en audio, optamos por mirar hacia otros artefactos de la vida diaria.
Y aparece como no, el celular. Comenzó con esas panelas cuyo apodo lo dice
todo. Pero el ladrillo original fue el punto de partida de una carrera hacia lo
diminuto. Al punto de que los machos entraron en una insólita competencia para mostrar quien lo tenía más pequeño. Por supuesto, nos referimos al teléfono móvil. Y
ahora leemos que el último aparato de la empresa de la manzanita presume del
tamaño de su pantalla, la cual ocupa más espacio en dos de tres dimensiones. Y
hablan de algo llamado phablet, que suena como el resultado de una aventura
poco santa entre una tableta y un teléfono. Hace algún tiempo contestar un
teléfono que se escondía detrás del dedo gordo era un orgullo, ahora sacar la
panela –ultradelgada, eso sí– y empezar a teclear es lo “in”.
Sigamos con el
gigantismo postmoderno –si le robé la expresión a algún intelectual, me
disculpo–. En sus comienzos, la televisión era un mueble. Evolucionó a modelos
cada vez más personalizados, léase compactos, que hasta agarradera tenían.
Pero hoy en los hogares existen tremendos cuadros que se miden en pulgadas, y
ocupan media pared. Hablando de
pantallas, en la época de oro del cine existió algo llamado cinerama (una
pantalla que se extendía hacia los lados, y en la práctica permitía ver una
espectacular media película). Esto para señalar que las megapantallas,
megacines y otros megaformatos son un megarretorno al pasado de lo grandote.
En medio de esa
tendencia, solo una expresión minimalista resiste cualquier embate del
maximalismo reinante. Como lo anteriormente dicho parece robado de algún
crítico literario, con gusto traduzco. Muchas cosas crecen, pero una tiende a
reducirse cada vez más, y más, y más…