Fue fácil ubicar al médico. Y el tipo colaboró. Descartó de inmediato que usáramos la droga vencida. En cuestión de horas anunció que él mismo viajaría hasta la finca, porque no era muy recomendable mover a Pedrito en esas condiciones. Vía celular nos dio instrucciones sobre cómo actuar, qué tratamiento darle. Nos tranquilizó diciendo que el ataque apenas comenzaba y que estaba a tiempo para llegar con la droga. Y mientras hablábamos el cielo seguía roto. Llovía, llovía, y llovía.
El 23 recibimos la llamada. El doctor estaba en el pueblo. Pero su llegada fue hacia las 6 de la tarde y como todos los caminos se encontraban inundados todos coincidieron en que lo recomendable era aplazar el viaje hasta el otro día. No había problema.
Pero sí hubo. Esa noche en particular los síntomas se agravaron. Los ojos de mi Pedrito se estaban apagando. Otro contacto telefónico con el médico. Sin ver al paciente entendió lo que pasaba. Era urgente aplicarle la intravenosa. Era cuestión de horas.
Como toda situación, por mala que esté, puede ponerse peor, la lluvia seguía, y la noche no tenía luna. Pero el médico era un tipo verraco. Y la gente del pueblo colaboraba. Así que la Policía prestó su mejor jeep y su mejor conductor y se lanzaron en medio de la oscuridad a buscar la finca.
La memoria que tengo de esas horas no es continua, sino de momentos sueltos. Yo entraba y salía del cuarto de Pedrito y llamaba al médico, hasta que perdimos la señal del celular. No me acuerdo por qué, pero en un momento dado terminé en el granero. Y cosa curiosa, Rodolfo se mostró pacífico. Y entonces se lo conté todo. Le conté como había conocido a Adriana, el difícil parto, la muerte, la enfermedad hereditaria. La condición de padre soltero, el apoyo de la abuela Mariela, la construcción de una vida de familia en condiciones adversas... y hubiera seguido hablando si no fuera por un pequeño detalle. Estaba hablando con un reno.