Como Gallego era el tipo de lavar y planchar en la oficina, el personal quedó frío ante su contundente ¡Yo por allá no voy!. “Allá” era un restaurante tradicional ubicado en el centro de la ciudad que alguien sugirió para una despedida. El hombre justificó así su contundente rechazo a la opción gastronómica.
“Yo no tenía más de 10 años. Me acuerdo que empecé a notar cambios en la rutina familiar. Por ejemplo, habíamos dejado de salir a sitios como cine, restaurantes, heladerías y otros adonde en algún momento había que pagar una cuenta. Aunque nunca faltó comida, las porciones redujeron su tamaño, sobre todo en la parte proteica. Con mis hermanos nos inventamos un juego. Escondíamos la carne, en el plato de otro, quien luego tenía que adivinar si estaba debajo del patacón, del arroz, de la papa o de la cuchara. Ocasionalmente la dieta volaba por cuenta de un ala de pollo, única presa que vimos en un largo periodo. Y así sucesivamente.
Papá estaba en casa a todas horas. Y sí, era eso. El viejo se había quedado sin trabajo. Mamá estiraba hasta el último peso. Eso sí, ella tenía claro que nadie tenía por qué enterarse. Se volvió experta en no ir cuando ir implicaba gastar plata, y en desviar el tema si este se acercaba peligrosamente a la situación económica.
Lo que no previó fue a la prima Fanny. Las dos coincidían en rango de edad, por lo que siempre habían compartido tiempo y actividades. Pero mientras nosotros vivíamos emergencia económica, la situación de Fanny y familia era boyante. Un día, mientras mamá y yo andábamos por el centro, se apareció la prima. Eso fue con grito, abrazo y bombardeo de preguntas, que mi madre respondió con su estratégica discreción. La cosa debió terminar ahí, pero Fanny insistió en tomar algo. Es más, que mejor almorzáramos, ya que justo al lado había un restaurante —sí, ese restaurante— que le habían recomendado mucho.
Ella tenía toda la intención de invitar pero cuando ya estábamos sentados cayó en cuenta de que no tenía la tarjeta de crédito y de que el efectivo tal vez no le alcanzaría para cubrir todo el consumo (esto pasó antes de tarjetas débito y otros). Entonces le preguntó a mamá que si habría problema, en caso de necesidad, de que nosotros completáramos la cuenta, que ella después le reponía. Claro que había problema. El paso siguiente era simplemente reconocerlo. Pero mamá no estaba dispuesta a aceptar lo que sabemos.
Hubo suerte. Fanny se retiró un momento al baño. Nos trajeron la carta. Mamá la miró, me miró, y me la pasó. Yo no tenía conciencia de nada. Simplemente iba a comer elegante por cuenta de otra. Bueno, eso creía. Apenas empezaba a mirar opciones cuando la prima reapareció.
Ahí arrancó el show de mamá. —!Es que con usted no se puede! ¡Ya no podemos ir a ningún lado! Mire Fanny, usted no sabe lo repelente que se ha vuelto este niño. No quiere comer nada. No le gusta nada. Todo lo del menú le parece feo y maluco.
Yo, que no había pronunciado palabra, estaba completamente perdido. Intenté hablar pero ni siquiera me dejaron toser. Mamá siguió quince minutos renegando de mis caprichos, de mi bobada con la comida, y, reiterativamente, de que no había nada que hacer con este muchachito tan, pero tan repelente. De alguna manera encaminó la conversación a un —...que pena con usted Fanny pero ya el niño nos hizo pasar muchas vergüenzas acá, mejor vámonos y volvemos otro día las dos y ahí sí podemos comer tranquilas.
Mamá no dijo nada más pero ese día y los siguientes mis porciones en las comidas de casa fueron un poco más grandes. La crisis económica familiar pasó. Yo crecí, estudié, comencé a trabajar y a generar ingresos propios. Un día iba con mi novia buscando donde almorzar y terminamos en el restaurante de marras.
Yo sé que esto no tiene lógica pero qué hacemos. Les juro que, apenas entré, todo el personal de servicio me miró con cara de volvió este repelente”.