jueves, 31 de diciembre de 2015

Vocación precoz


El hijo de este cuento, al igual que todos los pequeños, pasó por una fase en la que exploraba el mundo a través del sentido del gusto. El peladito tenía la costumbre de meterse todo a la boca. Nada que no se pudiera controlar con vigilancia y, sobre todo, manteniendo a distancia lo potencialmente dañino. Como era de esperarse, a más años, menos diversidad alimenticia. En un momento dado la parentela consideró que los problemas nutricionales iban a ser solo de dieta sana versus golosinas.

Pero un día notaron dos cosas. Que el chino –ya por encima de los cinco– era xilófago y papirófago. Una noche pidió el cuaderno, cogió un lápiz y empezó a dibujar esas cosas que pintan los niños. Sin darle mayor importancia al asunto, mordió el lápiz ante los ojos aterrorizados de sus padres. Luego tomó una hoja de papel, hizo una bolita y se la introdujo a la boca como quien hace otro tanto con un chicle. Y se fue a su cuarto.

Los progenitores de este cuento son modernos. Antes de tomar decisiones sobre sus hijos preguntan, indagan, consultan, sopesan, evalúan, analizan e investigan. Pasan por Internet, por el experto calificado y por el empírico, por el vecino y por el vigilante. Gracias a esa práctica la costumbre de morder lápices de madera  pasó a ser xilofagia y la de comer papel papirofagia. Y ya con nombres elegantes, comenzó la investigación.

El primero fue el pediatra quien al conocer detalles como que el niño comía bien lo que sí tenía que comer, y verificar mediante exámenes que no había afectaciones de salud, sugirió que la cosa se solucionara mediante el diálogo o la autoridad. También aprovecho para narrar historias espeluznantes sobre pequeños y adultos cuya dieta  incluía tierra, almidón, piedras, sangre, algodón, papel (pero higiénico), y otras cosas que definitivamente quitan el hambre… solo con mencionar que alguien se las come.

De ahí los padres pasaron a la sucesión de parientes, conocidos, vecinos y amigos cuyas recomendaciones iban desde “dos palmadas en la boca y verán que se le quita ese vicio” de la abuela;  hasta “explíquenle que el papel es el soporte del conocimiento y el lápiz el instrumento, por lo que son alimento del alma, no del cuerpo” del primo filósofo.

Por falta de sugerencias no se pudieron quejar. Algunas bastante crueles (un poco de ají en los lápices y pimienta en el papel); farmacéuticas “el hijo del amigo de una amiga tenía ese problema y le recetaron unas inyecciones”; imposibles “simplemente no le quiten los ojos de encima y cada vez que vaya a comer se ponen a jugar con él y verán que se le olvida”;  y esotéricas “un baño de hierbas y el muchacho queda listo”.

Como medida de seguridad el  menaje de lápices y papel de la casa pasó a ser material restringido. La cosa pareció funcionar.  El pequeño  olvidó los componentes de dibujo y escritura en su dieta. Meses después, un antiguo compañero de colegio los visitó y escuchó la anécdota.

El hombre puso cara de esas que asustan y soltó su propio diagnóstico

- Compadre, se jodieron. Les va a tocar mantener al chino este de por vida.

- Por qué.

- ¿Come lápiz y papel? Eso es claro, el tipo va a ser escritor.