El hijo de este cuento, al igual que todos los pequeños,
pasó por una fase en la que exploraba el mundo a través del sentido del gusto.
El peladito tenía la costumbre de meterse todo a la boca. Nada que no se
pudiera controlar con vigilancia y, sobre todo, manteniendo a distancia lo
potencialmente dañino. Como era de esperarse, a más años, menos diversidad
alimenticia. En un momento dado la parentela consideró que los problemas
nutricionales iban a ser solo de dieta sana versus golosinas.
Pero un día notaron dos cosas. Que el chino –ya por encima
de los cinco– era xilófago y papirófago. Una noche pidió el cuaderno, cogió un
lápiz y empezó a dibujar esas cosas que pintan los niños. Sin darle mayor importancia
al asunto, mordió el lápiz ante los ojos aterrorizados de sus padres. Luego
tomó una hoja de papel, hizo una bolita y se la introdujo a la boca como quien
hace otro tanto con un chicle. Y se fue a su cuarto.
Los progenitores de este cuento son modernos. Antes de tomar
decisiones sobre sus hijos preguntan, indagan, consultan, sopesan, evalúan,
analizan e investigan. Pasan por Internet, por el experto calificado y por el
empírico, por el vecino y por el vigilante. Gracias a esa práctica la costumbre
de morder lápices de madera pasó a ser
xilofagia y la de comer papel papirofagia. Y ya con nombres elegantes, comenzó
la investigación.
El primero fue el pediatra quien al conocer detalles como
que el niño comía bien lo que sí tenía que comer, y verificar mediante exámenes
que no había afectaciones de salud, sugirió que la cosa se solucionara mediante
el diálogo o la autoridad. También aprovecho para narrar historias
espeluznantes sobre pequeños y adultos cuya dieta incluía tierra, almidón, piedras, sangre,
algodón, papel (pero higiénico), y otras cosas que definitivamente quitan el
hambre… solo con mencionar que alguien se las come.
De ahí los padres pasaron a la sucesión de parientes,
conocidos, vecinos y amigos cuyas recomendaciones iban desde “dos palmadas en
la boca y verán que se le quita ese vicio” de la abuela; hasta “explíquenle que el papel es el soporte
del conocimiento y el lápiz el instrumento, por lo que son alimento del alma,
no del cuerpo” del primo filósofo.
Por falta de sugerencias no se pudieron quejar. Algunas
bastante crueles (un poco de ají en los lápices y pimienta en el papel);
farmacéuticas “el hijo del amigo de una amiga tenía ese problema y le recetaron
unas inyecciones”; imposibles “simplemente no le quiten los ojos de encima y
cada vez que vaya a comer se ponen a jugar con él y verán que se le
olvida”; y esotéricas “un baño de
hierbas y el muchacho queda listo”.
Como medida de seguridad el
menaje de lápices y papel de la casa pasó a ser material restringido. La
cosa pareció funcionar. El pequeño olvidó los componentes de dibujo y escritura
en su dieta. Meses después, un antiguo compañero de colegio los visitó y
escuchó la anécdota.
El hombre puso cara de esas que asustan y soltó su propio
diagnóstico
- Compadre, se jodieron. Les va a tocar mantener al chino
este de por vida.
- Por qué.
- ¿Come lápiz y papel? Eso es claro, el tipo va a ser
escritor.