jueves, 9 de febrero de 2017

Punto de información

El amigo Alfonso está condenado al movimiento. Y en lo posible irregular. Es decir en zig zag, como quien evade obstáculos o, en su caso particular, individuos. E individuas. Sujetos y sujetas, porque si permanece quieto por más de cinco segundos en cualquier lugar, o camina más de 50 metros en línea recta alguien le va a preguntar.

 ¿Preguntar qué? Indicaciones geográficas. Por razones que escapan a la comprensión del individuo, el mundo parece convencido de que él lo sabe todo, por los menos en materia de direcciones. Y de rutas. Y de ubicaciones específicas dentro de edificaciones varias con acceso libre al público. 

Entonces cuando permanece quieto en una estación de buses o de trenes o de aviones será constantemente interrogado sobre horarios, rutas, salidas, entradas, llegadas y servicios. Así su indumentaria en nada se parezca a la de un piloto, vigilante, conductor o despachador. Ni mucho menos –por razones absolutamente obvias– a la de una azafata o informadora. Por eso ya descartó la primera posible explicación: la ropa no es.

 Tampoco la cara. Su rostro no es el de un funcionario al servicio de una empresa de transporte encargado de la orientación al público, que pese a recibir apenas un salario mínimo asume con generosidad, pasión y entusiasmo su valiosa labor. Mejor dicho, cara de pobre no tiene. Tampoco de buena persona. Es más, en determinados contextos la gente le guarda cierta distancia. A menos, por supuesto, que requieran alguna información.

 El hombre porta una pinta de cachaco incuestionable. Su piel es blanca como la leche y cada pigmento grita su origen paramuno, pero en tierra cliente, –léase costas, rivera de río o piso térmico bajo– es constantemente interceptado por personas interesadas en ubicaciones de hoteles, sitios turísticos, restaurantes, balnearios, piscinas o en la forma más rápida y económica de llegar al mar. Ese mar que el aún no ha tenido la oportunidad de visitar.

 Le ha pasado tantas veces, en tantos escenarios, que ya ni siquiera se extraña. Mucho menos cuando muy educadamente confiesa su ignorancia sobre el dato consultado. Lo que ocurre entonces es que su interlocutor, en vez de dar las gracias e irse, se queda esperando. ¿Esperando que? Alfonso no tiene idea. Es como si el interrogador se negara a aceptar que el hombre no sabe la respuesta, y que algún extraño milagro o fuerza de la naturaleza lo llenará de sabiduría para absolverle sus dudas. Lo cual, por supuesto, nunca pasa.

 Al hombre le da hasta pena desilusionar tanta gente a diario, así que siempre intenta, por lo menos, orientarlos hacia alguien que sí pueda satisfacer los requerimientos. Lo curioso es que cuando se pasan al policía, al vigilante o al orientador, inevitablemente lo señalan en la distancia diciendo –Alfonso imagina– “él me mando a hablar con usted”. O algo así.

 A estas alturas Alfonso ya reconoció que ese es el punto. O mejor, que él es el punto. El punto de información.