jueves, 7 de enero de 2016

Cuando Patricia se puso las pilas


Patricia dejó atrás la niñez y apenas entra en la juventud. También es inteligente. Muy inteligente. Pero hablamos de inteligencia modelo siglo XXI, no aplicable al uso tradicional de las neuronas sino al de aparatos a los que se atribuye  esa cualidad. Teléfonos inteligentes o, para utilizar el  extranjerismo, “esmarfouns”.

Volvamos a  Patricia. Sus destrezas incluyen chateo, guasapeo,  aplicaciones, selfis y otros neologismos que la mantienen comunicada y le garantizan acceso a servicios de información, ubicación, entretenimiento y una larga lista de etcéteras.  ¿Será necesario decir que la extensión natural de la mujer es su teléfono inteligente?

A esto contribuye que su familia hacía considerables inversiones en mantener actualizada su tecnología. Microondas táctiles, lavadoras y licuadoras digitales, televisor inteligente y hasta comandos de voz para algunas  actividades conformaban el menaje doméstico…  hasta que vino la crisis.

La cosa no fue dramática pero sí rápida. La madre –que tenía el mejor sueldo- se quedó  sin puesto por culpa de alguna crisis global de  productos básicos.  La familia, moderna pero no estúpida, montó plan de emergencia. Primero, pagar deudas para ahorrarse intereses. Segundo, cambiar hábitos de consumo. Tercero, mandar a la hija adonde los tíos en vacaciones, para que ellos se encargaran de su mantenimiento.

El mundo de los tíos era extraño. Muchos aparatos no eran digitales, sino que funcionaban mediante botones y en ciertos casos con algo más exótico todavía, perillas que giraban. Aunque también manejaban sus teléfonos inteligentes, tenían un extraño dispositivo conectado en la sala de la casa. Decían que se llamaba fijo y que servía para  hablar. Solo para eso. Llevaban una especie de pulsera para mirar la hora y escuchaban la radio a través de algo llamado radio, cuya única aplicación era escuchar radio.

Algunos televisores parecían embarazados, porque eran gordos y aparatosos. Se ponían sobre  mesas, en vez de colgarlos en la pared.  Y las pantallas de los televisores, -embarazados  y normales- tenían como función exclusiva mostrar las imágenes. Cuando las tocaban (a las pantallas) no ocurría nada.  Bueno, quedaban sucias, los primos se burlaban y lo único que les pasaba era un trapito húmedo. Lo mismo acontecía con computadores, portátiles y de escritorio.

Pero nada de esto fue tan extraño, exótico y misterioso como cuando se fundió el bombillo de la despensa. La tía le pidió a Patricia el favor que buscara una linterna. La  joven efectivamente lo hizo, pero al tratar de encenderla el aparato no tenía energía. Entonces empezó a  buscar el cargador. No aparecía por ningún lado. Al examinar  la linterna  notó que no tenía conector, ni era de las que incluía un enchufe para conexión directa.

En esas estaba cuando llegó la tía, extrañada por su demora. Al explicarle la situación la mujer sonrió,  abrió  la linterna  y extrajo dos objetos cilíndricos que fueron a parar la basura. Del cajón extrajo otros dos, los introdujo en la linterna y milagro, se hizo la luz.

Dijo que se llamaban pilas. Y no, no eran recargables.