Patricia dejó atrás la niñez y apenas entra en la juventud.
También es inteligente. Muy inteligente. Pero hablamos de inteligencia modelo
siglo XXI, no aplicable al uso tradicional de las neuronas sino al de aparatos
a los que se atribuye esa cualidad.
Teléfonos inteligentes o, para utilizar el
extranjerismo, “esmarfouns”.
Volvamos a Patricia.
Sus destrezas incluyen chateo, guasapeo,
aplicaciones, selfis y otros neologismos que la mantienen comunicada y
le garantizan acceso a servicios de información, ubicación, entretenimiento y
una larga lista de etcéteras. ¿Será
necesario decir que la extensión natural de la mujer es su teléfono
inteligente?
A esto contribuye que su familia hacía considerables
inversiones en mantener actualizada su tecnología. Microondas táctiles,
lavadoras y licuadoras digitales, televisor inteligente y hasta comandos de voz
para algunas actividades conformaban el
menaje doméstico… hasta que vino la
crisis.
La cosa no fue dramática pero sí rápida. La madre –que tenía
el mejor sueldo- se quedó sin puesto por
culpa de alguna crisis global de
productos básicos. La familia,
moderna pero no estúpida, montó plan de
emergencia. Primero, pagar deudas para ahorrarse intereses. Segundo, cambiar
hábitos de consumo. Tercero, mandar a la hija adonde los tíos en vacaciones,
para que ellos se encargaran de su mantenimiento.
El mundo de los tíos era extraño. Muchos aparatos no eran
digitales, sino que funcionaban mediante botones y en ciertos casos con algo
más exótico todavía, perillas que giraban. Aunque también manejaban sus
teléfonos inteligentes, tenían un extraño dispositivo conectado en la sala de
la casa. Decían que se llamaba fijo y que servía para hablar. Solo para eso. Llevaban una especie
de pulsera para mirar la hora y escuchaban la radio a través de algo llamado
radio, cuya única aplicación era escuchar radio.
Algunos televisores parecían embarazados, porque eran gordos y aparatosos. Se ponían
sobre mesas, en vez de colgarlos en la
pared. Y las pantallas de los
televisores, -embarazados y normales-
tenían como función exclusiva mostrar las imágenes. Cuando las tocaban (a las pantallas) no ocurría
nada. Bueno, quedaban sucias, los primos
se burlaban y lo único que les pasaba era un trapito húmedo. Lo mismo acontecía
con computadores, portátiles y de escritorio.
Pero nada de esto fue tan extraño, exótico y misterioso como
cuando se fundió el bombillo de la despensa. La tía le pidió a Patricia el
favor que buscara una linterna. La joven
efectivamente lo hizo, pero al tratar de encenderla el aparato no tenía
energía. Entonces empezó a buscar el
cargador. No aparecía por ningún lado. Al examinar la linterna
notó que no tenía conector, ni era de las que incluía un enchufe para
conexión directa.
En esas estaba cuando llegó la tía, extrañada por su demora.
Al explicarle la situación la mujer sonrió,
abrió la linterna y extrajo dos objetos cilíndricos que fueron
a parar la basura. Del cajón extrajo otros dos, los introdujo en la linterna y
milagro, se hizo la luz.