miércoles, 24 de abril de 2024

El duende eres tú

Hubo una época cuando se pusieron de moda llaveros donde estaba escrito  “Aquí están las “p…” llaves. Eso sí,  donde escribimos “p…” había una palabra.

Pistas. Es el apelativo del personaje más famoso de Aguadas (Caldas) y el plural de la parte final de un insulto muy común. 

Para la Real Academia Española es un adjetivo que sirve como calificación denigratoria o para ponderar (acepciones uno y dos,  Diccionario de la lengua española).

Como esto no es filología vamos al punto. Cualquier éxito atribuible a esos llaveros es fácil de explicar.

Quién no ha perdido las “putas llaves”, perdón las “p… llaves”, preferiblemente en algún momento de afán.

O las gafas. O la cartera. O la billetera. O el monedero. O el reloj. O el teléfono. O el paraguas.

Con el agravante de que estamos seguros de haberlo dejado ahí. Ahí, en ese preciso sitio donde... no está.

O peor, minutos antes lo tuvimos en la mano, y ahora sencillamente no aparece.

Otras generaciones tenían una explicación lógica, racional y concluyente ante hechos como los descritos.

Los duendes escondían las cosas.

No había mucha claridad sobre quienes eran, cómo se veían, de donde venían o cual era su motivación. 

Luego de un cuidadoso seguimiento a los hechos, repaso a circunstancias específicas, evaluación de pruebas  y demás actividades verificatorias el investigador llegó a varias conclusiones.

Pero antes es importante precisar que el investigador no es ningún consultor o asesor de asuntos paranormales. Es un sujeto al que cada rato se le pierden las p… llaves, gafas, billetera, etc

Ahora sí. 

Conclusión 1. No hay evidencia que respalde la existencia de los duendes.

Conclusión 2. Ciertos objetos de uso diario siguen desapareciendo misteriosamente.

Conclusión 3. El principal sospechoso es el mismo investigador.

El investigador que, inconscientemente, deja los objetos en donde no deben estar.

Gafas en la cocina.

Llaves encima de los libros de la biblioteca.

Peinilla en el cajón de los cubiertos.

Billetera encima del televisor.

Correa del perro en la lavadora.

Celular en el microondas.

El investigador que, distraídamente, deja los objetos en lugares donde pueden fácilmente caer al piso y ser  arrastrados debajo de los muebles.

Al borde de una mesa.

Al borde de una silla.

Al borde de la pérdida inminente.

Encima de algún artefacto que será movido sin fijarse por otra persona o por el mismo investigador (una cartera, un portátil, una carpeta con documentos, un libro) arrojando el objeto hacia su perdición.

El investigador que, al contestar o hacer otra operación con su teléfono portátil, pone lo que tiene en la mano en cualquier lugar, sin que su cerebro grabe la acción de poner, ni mucho menos la ubicación.

El investigador que comparte vivienda con otros seres vivos quienes antes de partir a cumplir sus rutinas diarias cambian de sitio los objetos porque… porque sí.

El investigador que está seguro de que trajo a casa el monedero, el paraguas, la billetera, hasta las llaves (si tiene quien le abra) que lo esperan abandonadas en el sitio de trabajo, la casa de la última visita, el restaurante donde cenó la víspera o el interior del carro.

O en casos más dramáticos, en un vehículo de transporte público o calle donde el objeto de turno cayó al piso en algún momento de distracción por parte de su propietario.

Y eso él lo sabe porque ya le ha pasado, con la diferencia de que un buen samaritano le avisó.

El mismo ha sido, alguna vez, ese buen samaritano que salva a otros de perder objetos de la vida diaria.

También ha sido el duende que esconde cosas.