Guillermo Alfredo está decidido a superar su timidez crónica y hará, a partir de la fecha, todo lo posible para convertirse en el sueño del bello sexo. Por eso, le ha dicho a sus amigos que, de hoy en adelante, lo llamen Guillermo el Conquistador y ha nombrado a las Amilcaradas como heraldo de sus hazañas. He aquí la crónica del último guerrero del romanticismo.
Día 1: Guillermo se sube seductoramente al bus. Va cubierto de una sutil ración de "Pino" en el cuello de la camisa, la solapa del saco, el nudo de la corbata, el pañuelo, los cachetes, la frente y la camisa, por lo que todas voltean al pasar (y todos, ya que ese olor a piso recién lavado es imposible de ignorar). En vista del éxito de su fragancia vegetal, Guillermo selecciona su víctima. Ella está sentada seductoramente en la última fila. Ojos negros, falda negra y corta, saco azul de lana. Ocupa la silla al borde del pasillo. Guillermo se acerca. Observa como ella, en un movimiento repleto de sensualidad, se lleva instintivamente la mano a las narices. Luego levanta la cara (ella) y sus ojos se quedan mirando a los de Guillermo, quien aunque siente un corrientazo, le sostiene la mirada y es en ese momento cuando....
Guillermo estaba avisado. El médico le había dicho que era alérgico a la mayoría de las colonias, perfumes o lavandas, y que en cualquier momento podría venir una reacción alérgica. Por eso, era de esperar que —como le ocurría con su alergia— la sangre se le viniera por las narices. Pero, ¿por qué tenia que ser justo en ese momento?
Día 2: Guillermo tiene el romanticismo alborotado. Le ha hablado a la chica del traje floreado y ella le ha dicho que sí. Compartirán almuerzo. Esta vez todo debe ser perfecto. Por eso, se perfuma con la colonia antiséptica —recetada por el médico después de varias pruebas— y se coloca la corbata del tigre en el Polo. Infalible. Nunca ha fracasado con ella (Nota, es la primera vez que se la pone).
Guillermo pasa por la floristería del cementerio. Entonces los ve. Frescos. Recién cortados. Símbolos de vida y muerte. De amor y sacrificio. Claveles rojos, blancos, y rosados. No se decide por ningún color y entonces tiene una idea genial. Uno de cada uno. El blanco por tu pureza, el rojo por tu ardor, el rosado por tu femineidad. Garantizado. Aquí coronamos. Al fin a lo lejos aparece la amada. Guillermo, con sus claveles envueltos en celofán, decide esperar hasta que ingresen al restaurante. Allí hará entrega de la pureza, el ardor y la femineidad. Entran y se sientan. Entonces...
Aun hoy Guillermo se pregunta. Si todas las mesas del restaurante no hubieran estado decoradas con tres claveles —uno blanco, uno rosado y uno rojo— ¿habría tenido esa absurdo ataque de risa nerviosa, que terminó por tirarse todo? Solo Dios lo sabe.