miércoles, 12 de octubre de 2011

El compañero de silla (y 2, para adultos responsables)

Veíamos en la entrada anterior como a Fernando Alfonso, usuario profesional del transporte intermunicipal, le ha tocado compartir espacio con una insoportable pero variada gama de compañeros, concebidos por alguna fuerza maligna para hacer igualmente insoportables los viajes.

Una noche cualquiera eran poco más de las 9 y el destino estaba a 8 horas de distancia. Ya acomodado en su silla, Fernando seguía por la ventana la rutina de la terminal cuando una voz femenina llamó su atención.

-¿Qué puesto es este?

En un movimiento reflejo, derivado de las incontables veces que le habían hecho la misma pregunta, su cabeza giró hacia arriba buscando la señal identificadora de la silla. Sin detenerse continuó rotando para decir un número antes de retomar su examen al mundo exterior. Pero cuando sus ojos se encontraron con su interlocutora, lo que vio lo dejó sin habla.

Frente a él, con un morral rosado colgando del hombro izquierdo, estaba lo más hermoso que había visto en su vida. La cabellera negra que caía simétricamente detrás de los hombros enmarcaba un rostro de ángel donde brillaban, como dos luceros en medio de la noche serena, el par de ojos profundamente azules. Una camiseta negra encajaba perfectamente en el torax, del cual sobresalían –debidamente destacados por un revelador escote– dos formas redondeadas y uniformes. Más abajo un blue jean entallaba la delgada cintura que se abría en sendas curvas en perfecta proporción con el resto del cuerpo.

Fernando perdió la capacidad de emitir sonidos, hasta que una sonrisa coqueta le devolvió la racionalidad. Algo parecido a un “21” salió de su garganta mientras Claudia –pocos minutos después supo su nombre– iniciaba el proceso de acomodamiento.

El estupor inicial despertó al caballero latente en el viajero. Como un relámpago se levantó de la silla y ayudó a su ya oficial compañera de viaje a acomodar el morral color de rosa en el portaequipajes.

Con la natural prevención derivada del desconocimiento mutuo, intercambiaron informaciones básicas. Nombres sin apellidos, motivaciones poco detalladas de los respectivos trayectos, hojas de vida en resumen. La película de turno –algo con ninjas, karatecas, traficantes de órganos y el grandote ese que nunca se despeina– llevó la conversación  hacia gustos de tiempo libre y evidenció ese algo indefinible que hace la diferencia; había química.

Fernando, veterano en estas lides, llevaba su cobija, la cual compartió con su compañera de puesto. Sillas reclinadas, apenas pocos centímetros entre cuerpo y cuerpo, uno que otro roce, comunicación sin palabras a través de las respectivas fragancias corporales.

La jornada invitaba a un sueño reparador. Pero inesperadamente, Claudia hizo algo que cambio ese viaje y dejó en el viajero un recuerdo que no solo no lo dejó dormir, sino que la instaló para siempre en la lista de las mujeres inolvidables.

Contra todo pronóstico, la mujer de la cara de ángel y el cuerpo de formas redondeadas y uniformes empezó a roncar como una locomotora en subida.

Y no se calló en toda la noche.

(Final final)