Cuando el cerrajero cotizó la chapa digital para Fernández, este puso cara de no me alcanza. El técnico, acostumbrado a esas reacciones, ya tenía listo el plan B. Si aparecían mínimo 4 clientes adicionales habría un descuento significativo. La idea le sonó al comprador potencial, quien puso manos a la obra.
Logró convencer a un hermano, a una cuñada y al vecino. Con su mamá (viuda) el asunto estuvo complicado, pero finalmente ella se sumó a la lista. Lo mismo pasó con algún primo y hasta una tía. En total, encontró 7 que, junto con él, sumaron 8 interesados en cambiar la tradicional cerradura de llave por una que combinaba el sistema tradicional con lectura de huella digital. Bienvenidos al futuro,
Entretanto al presente se le atravesó la agenda del cerrajero. Y cuando los cambios de sistemas de seguridad amenazaban con entrar en lista de espera surgió una alternativa. Miércoles y Jueves Santo. Eso sí, medio en broma, el cerrajero advirtió que esas fechas no tenían problema, pero que el Viernes Santo se respetaba. “Mi abuela me enseñó que ese día no se debe hacer nada. Ni siquiera bañarse. Porque el que se bañe ese día, se vuelve pescado. Además, yo viajo a mediodía”.
Milagrosamente, todos los interesados estaban disponibles en la Semana Mayor. El miércoles comenzó la maratón de instalaciones. Ya era tarde en Jueves Santo al terminar el penúltimo procedimiento. Solo faltaba la casa de Fernández. Como el técnico tenía un compromiso inaplazable no alcanzaba a redondear la jornada. Fernández logró convencerlo de hacerlo día siguiente, temprano, antes de su viaje.
Así que todas las cerraduras quedaron ubicadas, probadas y funcionando. Al cliente, sin embargo, se le ocurrió preguntar por la alternativa en caso de falla. Claro que existía. Una tarjeta magnética para cada usuario. Pero eso sería la próxima semana porque de momento no había existencias y por la fecha tampoco tenía dónde adquirirlas. “Tranquilo señor Fernández que nada va a pasar. Pero por si las moscas, yo le dejo a usted una tarjeta maestra que sirve para todas las cerraduras. La próxima semana la desactivamos y personalizamos cada una. Seguridad ante todo. Me toca viajar así que nos vemos”.
La primera llamada llegó en la tarde de ese mismo viernes, cuando mamá Fernández intentó salir para el templo donde siempre escuchaba el sermón de las siete palabras. Algo pasaba con la chapa y no podía salir. Fernández se movió rápido, tarjeta en mano, y abrió exitosamente la puerta. Cuando iba de regreso llamó el primo. El paseo familiar del festivo había terminado con un portón que no respondía ni a llave ni a huella.
Así que el retorno a casa incluyó desvío para franquear la entrada del pariente. Y un desvío adicional a donde la hermana, cuya cerradura también se negaba a responder. A Fernández le entró la preocupación y buscó al cerrajero quien, efectivamente, no contestó llamadas ni mensajes.
El fin de semana el hombre se la pasó recorriendo la ciudad lidiando con cerrojos tan modernos como caprichosos que funcionaban al estilo chino. A veces chi, a veces no. Solo uno no tuvo fallas: el de su propia residencia. En todas las demás a Fernández le tocó acudir al rescate, por lo menos una vez.
La explicación apareció claramente en su mente mientras ayudaba a su madre a ingresar. No era solo la abuela del cerrajero. Algún pariente de vieja generación alguna vez había formulado una advertencia similar. “No se bañe en Viernes Santo mijo, porque se puede volver pescado”.
Él no se había bañado, pero había instalado una cerradura. Por eso se convirtió en llave.