jueves, 20 de octubre de 2016

Cuestión de garra

En grandes ciudades existen personajes como González. Eficiente oficinista y abogado en potencia, pasaba 15 de las 24 horas del día fuera de su casa. Dos en un bus (una de ida y otra de vuelta) ocho en la oficina y cuatro en la facultad nocturna de derecho.

La hora que falta en la cuenta es el momento culminante de la jornada diaria. El almuerzo. 60 minutos destinados al pequeño placer del menú ejecutivo. Como en la variedad está el gusto, González tenía diseñado un cronograma que le permitía cambiar de restaurante diariamente, sin repetir plato en la respectiva quincena.

El momento supremo venía el jueves de la segunda semana, cuando en el negocio del paisa preparaban los fríjoles con pezuña. Su obsesión por las extremidades del marrano venía de la infancia y El Paisa siempre le reservaba un buen pedazo de “garra”.

Pero el colesterol no perdona, y un día la sentencia vino a manera de recomendación médica. Si quería un corazón útil, había llegado el momento de cambiar la dieta. Y entre los hábitos que pasaron a prohibición, los fríjoles con pezuña figuraban de primeros en la lista.

González era buena muela, pero estaba interesado en llegar a viejo. Así que consideró un deber con su estómago despedir el plato paisa con altura, programando, para ese jueves, la frijolada final.

Ahora; como buen oficinista, nuestro héroe de colesterol alto nunca almorzaba solo, sino con sus compañeros. Y de vez en cuando - ese jueves, por ejemplo - se adhería al grupo Myriam, secretaria de gerencia, y amor platónico de González.

Myriam, obsesionada con su figura, casi no comía. Pero al ver los fríjoles se antojó, aunque de entrada advirtió que no era capaz de despachar un plato ella sola.

González vio su oportunidad de oro para ganar méritos y se ofreció a ceder parte de su ración - la cual, como pueden imaginarse, era enorme -. Instruyó al mesero, quien trajo dos platos en vez de uno. Y este, sin prestar mayor atención, sirvió el recipiente donde estaba la pezuña en el puesto de Myriam.

González, deseoso de impresionar a su amada, fue incapaz de pedir cambio. Pero la esperanza renació cuando la secretaria arrasó los frijoles sin tocar la extremidad de marrano. Al terminar, miró a González y le preguntó, mientras señalaba la provocativa pezuña.

“¿Será que llamas al mesero y le pides que me empaque esto? A mi novio le fascina”.