Jairo Alberto nunca va. No acude a las reuniones familiares ni a los encuentros sociales. No pelea, pero se limita a lo estrictamente necesario. Así es en todas las facetas de su vida. El difunto tío Isaías lo decía constantemente: este muchacho necesita enfocarse.
Por eso, todos pusieron cara de
sorpresa cuando se apareció en la fiesta informal de halloween organizada por
la tía. Su presencia no era desinteresada. El hombre forma parte de las
estadísticas de desempleo y se le ocurrió una manera sencilla de ganar unos
pesos: manipular sentimentalmente a sus parientes con fotos de sus hijos
disfrazados.
Para ello tiene una cámara muy
sofisticada, aunque ignora la utilidad del 99 por ciento de sus botones,
perillas, aplicaciones y demás artilugios. Sabe dos cosas. Que el modo
automático toma buenas fotos, y que el lente tiene un botón que se mueve para
enfocar manual o automático, el cual debe estar siempre, como no, en automático.
En la reunión familiar, la cosa
pintaba bien de entrada. Tres o cuatro bebés que aún no alcanzaban el año
caracterizados de peluches. Modelos ideales para fotos… como pudo constatarlo
en los celulares de los presentes, en el grupo guasap de la familia y en todas
las redes sociales antes de que pudiera sacar su propia cámara.
Plan B, buscar al más fotogénico.
En este caso era un pequeño de cabello rubio y ojiazul. Jairo se acercó a la
madre en plan de vendedor al tiempo que ella sacaba de su cartera… una cámara.
Una cámara llena de botones y perillas, como la de él. Botones y perillas que
ella empezó a manipular evidenciando un grado de conocimiento inversamente
proporcional a la ignorancia de Jairo y su modo automático.
Bien, eliminados los bebés y los
fotogénicos, quedaban los niños normales. Los traviesos, brincones, inquietos…
insoportables. Aquellos que no posan, sino que corren, juegan y gozan. Y que
pronto descubren un nuevo juego; dañarle las fotos al pariente. Así que los
pocos que aceptan unos segundos de quietud se dedican a hacer caras, saltar,
evadir la cámara, manotear y demás monerías que los padres tal vez quieran
recordar, pero es poco factible que estén dispuestos a pagar por imágenes de
las mismas.
Mientras Jairo manipula botones y
perillas para tratar de congelar –fotográficamente hablando– sus pequeños y movidos parientes, ocurre el
milagro. Aparecen los grandes.
Los grandes llegan en patota y
van de pasada, camino a fiestas de grandes. Sus disfraces son alquilados,
elegantes, costosos. Sensuales ellas, varoniles ellos. Todos a la moda.
Complementados con maquillaje, muchas veces de salón. Este combo enorme de
primos y primas adora la idea de quedar inmortalizados en alta resolución. Y tiene con qué pagar. Allí
está la plata. Fotos individuales, fotos en grupo, fotos haciendo caras
relativas a sus personajes, fotos coquetas. Media hora de clics que termina con
la salida en masa hacia la fiesta. Jairo sonríe mientras hace cuentas.
Cuentas que mostraron ser alegres
por un pequeño detalle técnico que el hombre solo descubrió al pasar los
archivos a su computador. Todas las fotos estaban desenfocadas. En sus
esfuerzos desesperados por ajustar el equipo para capturar –fotográficamente
hablando– a los niños, había movido la perilla del lente que ponía el enfoque
en manual.