Todos le tenían miedo al rottweiler del vecino. Era una
bestia agresiva, que no perdía oportunidad de mostrar dientes, ladrar o morder
a cualquiera que se pusiera al alcance de su perímetro, limitado por esa cadena
reforzada con la que el dueño lo mantenía asegurado. Pero ese día la
cadena no estaba puesta, la puerta
estaba abierta, el propietario se distrajo con algo y el perro salió sin
control ni vigilancia.
En el parque Silvio, con sus 6 años cumplidos, jugueteaba.
Su hermana, apenas unos años mayor, se distrajo un momento y no notó la
presencia del canino. Pero este sí vio
al pequeño y se lanzó sobre él. La hermana gritó. El dueño del perro,
los vecinos, los usuarios del parque intervinieron de inmediato para que el
perro dejara de… ¿juguetear?
En ese momento se evidenció la singular reacción que Silvio
generaba entre el gremio canino. Sin importar raza, tamaño, color o
entrenamiento previo, este género de cuadrúpedos lo quería. Así, la bestia
salvaje del vecino, en vez de agredirlo como hacía con el resto de la humanidad, asumió el rol
de dócil compañero de juegos.
Con el paso del tiempo el hombre excluyó de la lista de sus
intereses a los perros. Pero los perros nunca lo excluyeron a él. Hoy,
profesional, casado y con hijos, no puede salir a la calle sin que todos los
canes se abalancen a saludarlo cariñosamente. Los paseadores profesionales lo
detestan. Más de uno se ha visto arrastrado por el piso cuando su material de
trabajo –seis o más al tiempo- cambia repentinamente de camino para correr con
el fin de expresar afecto por el susodicho caballero
Los parques son territorio vedado. Muchas zonas verdes se
ven literalmente invadidas por amos y perros a horas determinadas. Perros que apenas lo ven (a Silvio) comienzan
a perseguirlo para un inacabable homenaje al estilo canino, con saltitos,
movimientos de cola, parada en dos patas y lambetazos.
La vida social del protagonista se ha limitado
considerablemente. Antes de ir a casa ajena, pregunta si tienen perro. Sabe que
el bicho de turno se dedicará a hacerle carantoñas, hasta que la visita se
divida en dos grupos. El can atenderá a Silvio, los humanos atenderán a los
demás. Y si alguien encierra al animal, un concierto de ladridos, aullidos y
rasguños será la banda sonora a menos que Silvio se vaya, o Silvio se vaya a
acompañar al perro. Cuando la visita termine vendrá otra tanda. A la gente, los
perros le ladran cuando llegan a las casas ajenas. A Silvio le ladran cuando se
va.
Pero el riesgo mayor está en la calle, donde un
despreocupado amo lleva su mascota sin correa. Ese perro, apenas perciba a
Silvio se lanzará como loco a saludarlo. Si no causa un accidente de tránsito,
se enredará en sus piernas haciéndolo caer. O le dejará algún recuerdo en forma
de mancha en pantalón, camisa o chaqueta con sus cariñosas patitas. O patotas,
porque pasa exactamente lo mismo con el chihuaha que cabe –y a veces vive– en
una cartera, y uno de esos grandotes que parecen el resultado de una aventura poco católica entre un San
Bernardo y una osa polar.
Cuando ese es el caso, Silvio termina en el piso
defendiéndose del cariño desenfrenado del gigante de turno, mientras a su lado
o sobre su ropa reposan los restos mortales de lo que llevaba en las manos (los
huevos del desayuno del otro día, por
ejemplo).
El hombre, definitivamente, tiene un problema con los perros.