jueves, 21 de enero de 2016

Silvio tiene un problema con los perros


Todos le tenían miedo al rottweiler del vecino. Era una bestia agresiva, que no perdía oportunidad de mostrar dientes, ladrar o morder a cualquiera que se pusiera al alcance de su perímetro, limitado por esa cadena reforzada con la que el dueño lo mantenía asegurado. Pero ese día la cadena  no estaba puesta, la puerta estaba abierta, el propietario se distrajo con algo y el perro salió sin control ni vigilancia.

En el parque Silvio, con sus 6 años cumplidos, jugueteaba. Su hermana, apenas unos años mayor, se distrajo un momento y no notó la presencia del canino. Pero este sí vio  al pequeño y se lanzó sobre él. La hermana gritó. El dueño del perro, los vecinos, los usuarios del parque intervinieron de inmediato para que el perro dejara de… ¿juguetear?

En ese momento se evidenció la singular reacción que Silvio generaba entre el gremio canino. Sin importar raza, tamaño, color o entrenamiento previo, este género de cuadrúpedos lo quería. Así, la bestia salvaje del vecino, en vez de agredirlo como hacía  con el resto de la humanidad, asumió el rol de dócil compañero de juegos.

Con el paso del tiempo el hombre excluyó de la lista de sus intereses a los perros. Pero los perros nunca lo excluyeron a él. Hoy, profesional, casado y con hijos, no puede salir a la calle sin que todos los canes se abalancen a saludarlo cariñosamente. Los paseadores profesionales lo detestan. Más de uno se ha visto arrastrado por el piso cuando su material de trabajo –seis o más al tiempo- cambia repentinamente de camino para correr con el fin de expresar afecto por el susodicho caballero

Los parques son territorio vedado. Muchas zonas verdes se ven literalmente invadidas por amos y perros a horas determinadas.  Perros que apenas lo ven (a Silvio) comienzan a perseguirlo para un inacabable homenaje al estilo canino, con saltitos, movimientos de cola, parada en dos patas y lambetazos.

La vida social del protagonista se ha limitado considerablemente. Antes de ir a casa ajena, pregunta si tienen perro. Sabe que el bicho de turno se dedicará a hacerle carantoñas, hasta que la visita se divida en dos grupos. El can atenderá a Silvio, los humanos atenderán a los demás. Y si alguien encierra al animal, un concierto de ladridos, aullidos y rasguños será la banda sonora a menos que Silvio se vaya, o Silvio se vaya a acompañar al perro. Cuando la visita termine vendrá otra tanda. A la gente, los perros le ladran cuando llegan a las casas ajenas. A Silvio le ladran cuando se va.

Pero el riesgo mayor está en la calle, donde un despreocupado amo lleva su mascota sin correa. Ese perro, apenas perciba a Silvio se lanzará como loco a saludarlo. Si no causa un accidente de tránsito, se enredará en sus piernas haciéndolo caer. O le dejará algún recuerdo en forma de mancha en pantalón, camisa o chaqueta con sus cariñosas patitas. O patotas, porque pasa exactamente lo mismo con el chihuaha que cabe –y a veces vive– en una cartera, y uno de esos grandotes que parecen el resultado de  una aventura poco católica entre un San Bernardo y una osa polar.

Cuando ese es el caso, Silvio termina en el piso defendiéndose del cariño desenfrenado del gigante de turno, mientras a su lado o sobre su ropa reposan los restos mortales de lo que llevaba en las manos (los huevos del desayuno del otro día,  por ejemplo).

El hombre, definitivamente, tiene un problema con los perros.