Un día el Ingeniero Pérez, líder de una mediana empresa ubicada en ciudad de clima cálido, descubrió un excedente en el presupuesto de bienestar. Le pareció buena idea introducir algo de variedad en el uniforme del personal de oficina. Este consistía en una sencilla dotación de yin y camisas o blusas azules. El cambio propuesto consistía en agregar dos colores adicionales para la prenda superior, y así generar un poco de diversidad en la vestimenta diaria.
Lo que sí le dio pereza fue botarle neuronas a decidir cuál día usar la camisa azul, cuál la blanca y cuál la azul a rayas blancas, así que optó por delegar. Entonces convocó algunos mandos medios para que ellos definieran el tema.
En un principio parecía un tema de 20 minutos de reunión. Pero se fue complicando, con posiciones cada vez más radicales. El que argumentaba el libre albedrío en la forma de vestir; la que sugería cambiar la prenda cada semana; quien planteaba un cambio diario sin ningún orden específico; la que tenía una posición similar pero consideraba fundamental definir los colores aplicando el feng shui por aquello de las energías positivas; y el aficionado a las alineaciones de fútbol que planteaba un esquema 2-2-1, rotado alternativamente con un 2-1-2 y en semanas de lunes festivo aplicando el 2-1-1.
Ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo, el tema volvió al Ingeniero Pérez con el fin de que designara un solo responsable. Dijimos que no hubo ningún consenso entre los delegados. Bueno, sí hubo uno. Para efectos prácticos se determinó denominar “Líder de código de vestuario” a quien finalmente quedara como encargado del tema. Y los aspirantes —que a estas alturas incluían a la sindicalista, al brigadista de seguridad industrial y a la del fondo de empleados— activaron el departamento de conversaciones extrañas.
En lugares públicos y privados (baño incluido), el Ingeniero Pérez fue interceptado por los potenciales LCV (sí, ya la actividad tenía sigla propia). Al principio se trataba de que él se enterara de los conocimientos del interlocutor sobre moda, colores, estilos y feng shui. Después el objetivo evolucionó y la idea era que el Ingeniero supiera lo mal que se vestían los otros aspirantes, el desorden que caracterizaba su trabajo diario, sus pésimas combinaciones cromáticas y demás antecedentes que demostraban su absoluta ineptitud (la de los otros) para definir la imagen corporativa que proyectaría el personal de oficina.
Hubo incluso dos o tres que optaron por que el Ingeniero los viera, cada día de la semana, en atuendos similares a los uniformes en, cómo no, la distribución temporal que cada uno defendía. Y a eso se le agrega el grupo que optó por la estrategia indirecta de no tocar el tema, pero elogiar a Pérez.
El asuntó evolucionó de conversaciones inesperadas a correos o mensajes anónimos donde la información tocaba asuntos mucho más personales, como que “Z” tenía intereses ocultos por sus extrañas conexiones en el negocio del lavado de ropa, "W" era fanático de un club de fútbol y por eso priorizaba determinado color, “Y” no se bañaba todos los días y “X” se estaba robando el papel higiénico de los baños.
Hasta ahí le llegó la paciencia al Ingeniero. Convocó a todos los aspirantes, anunció formalmente la cancelación de la propuesta de los uniformes, y se echó un discurso sobre prioridades organizacionales que sonó a regaño. Terminando la reunión, aún quedaba pendiente qué hacer con los recursos de bienestar que inicialmente iban a financiar los uniformes. Alguien propuso que la empresa asumiera uno o dos refrigerios diarios para cerrar las pausas activas.
Parecía muy buena idea hasta que otro alguien preguntó; “Está perfecto pero ...¿cómo definimos el menú?”