martes, 16 de agosto de 2016

Esta amilcarada huele mal

La verdadera democracia queda al fondo a la derecha. En ese cuarto que todos debemos visitar por lo menos una vez al día. Aquí no hay diferencias de sexo, estrato, edad, género, nivel educativo, aspecto, piso térmico, profesión u oficio. Las actividades para las que se diseñó la habitación mencionada son aplazables, pero inevitables. Y si las circunstancias lo ameritan, el verbo visitar puede ser una metáfora. El contacto íntimo con la naturaleza, recipientes con nombre de primate hembra o palmípedo, y productos que combinan papelería con fibras vegetales usados por todos en la primera parte de la vida y por algunos en la última son opciones aceptables para esas circunstancias

Lo curioso es que algo tan normal y rutinario es, a la vez, vergonzante. El interés del protagonista es que nadie se entere. Pero el crimen perfecto no existe. Siempre queda un mínimo de evidencia. Los avances en plomería y materiales antiadherentes permiten eliminar el cuerpo del delito sin dejar rastros visibles. El problema es que el ser humano no solo tiene vista. También dispone de olfato.

Quienes pasamos de cierta edad –y venimos de familia grande– recordamos cuando esto no tenía tanto misterio. Se trataba de cerrar una puerta y ya. Hoy en día vivimos una situación que no sé si es por la edad, el cambio generacional, la arquitectura o la obsesión por la higiene de los tiempos modernos. Vale la pena precisar. La explicación podría ser que a medida que pasan los años, ciertas capacidades físicas se agudizan, por lo que vemos, oímos, sentimos u olfateamos (husmeamos, olemos) estímulos que antes no captábamos. Básicamente, los demás sujetos no tienen porque aguantar la fragancia que deja el objeto que produjo el sujeto. El que estaba sentado.

Una segunda posibilidad tiene que ver con que las actuales generaciones son más sensibles, situación que traduce en menos tolerancia a estímulos que, aunque naturales, nadie puede decir que sean agradables. La progresiva reducción del tamaño de los hogares, donde el cuarto que protagoniza esta historia queda cada vez más cerca de otras áreas y cuenta con menos ventilación es la tercera opción.

Todo esto ha derivado en que la rutina diaria tenga un nuevo y obligatorio componente. Detalles como material de lectura, acompañamiento musical, comunicación telefónica, juegos de video, crucigramas o televisión pertenecen al ámbito privado y no vienen al caso. Pero una vez terminado el ritual el protagonista se siente obligado a despejar el área, aromáticamente hablando.

La versión más barata es ventilar. Como a veces esto es imposible por sustracción de materia y disponibilidad de tiempo, otros acuden al fuego purificador. Son muchos los sanitarios que tiene a la mano un kit… por si se va la luz. Sin velas. Sin linternas. Solo cerillas. Entre más grandes mejor. Siempre queda la duda: ¿Será seguro un procedimiento que involucra fuego y gases en un recinto cerrado.

La sociedad de consumo, por supuesto, aprovechó. Múltiples dispositivos se ofrecen para disfrazar, eliminar, erradicar, y combatir las fragancias. Con otras fragancias. El pino, la canela, las flores, los bosques, la selva virgen, la fresa salvaje, los frutos rojos, el paraíso, el te verde y el cupcake de coco. Y la naranja silvestre. 

Es toda una industria encaminada a eliminar la evidencia, dejando huellas evidentes de lo que acaba de pasar.  Porque todos entienden cuando, de repente, el ambiente hogareño se llena de un olor artificial proveniente del cuarto de donde usted acaba de salir… “de lavarme las manos”.