martes, 1 de marzo de 2016

Ella se acariciaba el cabello


Guillermo el Conquistador lo reconoció, tiempo después, mientras discutía detalles técnicos con el dermatólogo. Existían antecedentes (*), por supuesto. Pero no sabía donde.  ¿Dónde que? Donde había  leído que si una  mujer jugaba con su cabello, era una actitud consciente o inconsciente de coquetería.

Alguien podría decir que si el hombre creía eso, era porque quería creerlo. Sin esa creencia, y en un bus tradicional, nada hubiera pasado. Como ya hablamos de la parte sicológica, pasemos al diseño automotriz. El vehiculo de transporte masivo tenía parte de su silletería en desorden. Gracias  a esta disposición, cuando Guillermo se sentó quedó justo frente a la  joven dama.

Joven, bonita, sexy… ¿Era necesario decirlo?  Él la miró y después desvió sus ojos para evitar situaciones incómodas. Sin embargo, la visión periférica le permitió captar una especie de patrón.  Ella jugueteaba constantemente con su…¡sí! con su cabello.

No era solo la mano apartando los rizos de los ojos. Era la caricia en la coronilla, el movimiento de cabeza, el peinado simulado que recorría la melena desde la raíz hasta  la punta. Y por el particular diseño del bus, Guillermo notó que si había un destinatario del espectáculo capilar, tenía que ser él.

Así que todo estaba dado para lanzar el contraataque. Lo primero que se le ocurrió fue  utilizar el mismo código. Desafortunadamente, autoacariciar su cabeza no se veía muy seductor que digamos. Lo siguiente fue sacar pecho en la silla, hasta que un bache en la ruta le sacó el aire y lo dejó con un largo acceso de tos.  Intentó una sonrisa seductora que no percibió respuesta, aunque tampoco rechazo.

La viejita llegó al rescate. Se acababa de subir al bus. A un bus lleno de puestos vacíos. Guillermo insistió en cederle el suyo. Bueno, la agarró del brazo y la arrastró para que se sentara donde él estaba. Una vez de pie,  miró a todos  lados como quien no quiere  la cosa hasta "notar" el espacio libre –espacio libre  previamente detectado– en la silla ocupada por la mujer del cabello coqueto . Puso cara de “ve, sí había puestos” y se sentó al lado de la dama de marras.

Lo siguiente era iniciar conversación. Parecía fácil.  No lo era.  No se le ocurría qué decir. Mientras  tanto,  el conductor cayó en cuenta de que estaba colgado de tiempo y aceleró, con la consiguiente sucesión de frenazos que acercaron brevemente a los compañeros de silla. Finalmente se le ocurrió el comentario adecuado, pero segundos  antes de hablar ella hizo lo que tenía que hacer. Se bajó del bus. Mientras se alejaba por la calle, Guillermo la siguió con la mirada. Seguía jugueteando con su cabello. ¿O se estaba rascando?

Sí, se estaba rascando. Como lo había hecho de la manera más disimulada posible mientras estuvo en el automotor. Como empezó a hacerlo un par de horas más tarde Guillermo, cuando los piojos comenzaron a hacerse sentir.  Los mismos bichos que en la mañana invadieron la cabellera de la dama en mención, y se pasaron a donde Guillermo durante el breve momento en que compartieron silla y frenazos.

No era una cuestión de coquetería. Era un problema de dermatología. 


                          Tres son confusión