martes, 4 de agosto de 2015

Las mujeres me quieren…vestir


Existen caballeros cuya constitución física genera en las mujeres deseos inconfesables cuya versión más inocente es ver al susodicho sujeto sin ropa. Cuestión de pectorales bronceados y tal. En cambio a nuestro héroe  –J.A.– le pasa todo lo contrario. En menor o mayor medida, todas las mujeres que conoce lo quieren vestir.

Aclaramos. No es que el hombre ande empeloto por el mundo. Para él, vestirse es una rutina para protegerse del clima y cubrir partes íntimas que solo interesan a su propietario, a personas de su más absoluta confianza y, cuando es el caso, al honorable cuerpo médico.

Conceptos como moda, combinaciones cromáticas, presentación personal, imagen y similares sencillamente no existen. Por eso la totalidad del personal femenino de su entorno cercano se siente obligado (mejor, obligadas) a librar una cruzada, predestinada al fracaso, para cambiar la relación del sujeto con el sector de las confecciones.

La madre lo controló… mientras pudo. Luego vinieron las hermanas, quienes pasaron de sugerir a regañar, de regañar a insultar, de insultar a rogar, de rogar a sugerir, y de sugerir a pedirle… a sus hijos que aprendan de su tío, pero no se vayan a vestir como él.

También ha pasado con amigas y novias. Amigas cercanas que en tono confidente pedían, pidieron, piden y pedirán que se “quiera un poquito”. Novias seguras de poder cambiarlo –literalmente– una vez la relación pasara a otro nivel. Pero no hubo sentimiento capaz de modificar ese desastroso aspecto externo.

El problema de J.A. no es de guardarropa. De hecho tiene un closet atiborrado, porque la estrategia femenina incluye regalos, regalos y más regalos. El hombre sencillamente coge lo primero que tiene al alcance, tapa lo que se debe tapar y solo se lo quita para dormir –a veces– o cuando el olor o aspecto rebasan los límites aceptables para, digamos, un operario de empresa de aseo.

Donde falla el argumento, entra la autoridad. Así que lo que no pudieron parientes, amigas y novias le corresponde a las jefes (enfatizamos lo de las). Ellas sugieren, ordenan, regalan, y a veces obtienen victorias parciales que pronto desaparecen porque –información necesaria–  el hombre posee la habilidad de descachalandrar un esmoquin.

Hasta los uniformes, tarde o temprano, se le ven mal. La más exigente de las jefes, tarde o temprano, debe escoger entre empleado mal vestido o ex empleado. El problema es que J.A. es muy bueno en lo que hace. Por suerte, su labor no implica relación directa con clientes. Suele terminar desterrado en alguna oficina si no lejana, por lo menos escondida.

Hasta que algún día llegará una nueva jefe, profesional, auxiliar o encargada de servicios generales. Y tarde o temprano una mezcla de instinto maternal y sentido de la estética –reforzada por el nivel de la relación–  la llevará a reiniciar la cruzada.

Vamos a vestir a ese tipo.