Existen caballeros
cuya constitución física genera en las mujeres deseos inconfesables cuya
versión más inocente es ver al susodicho sujeto sin ropa. Cuestión de
pectorales bronceados y tal. En cambio a nuestro héroe –J.A.– le pasa todo lo contrario. En menor o
mayor medida, todas las mujeres que conoce lo quieren vestir.
Aclaramos. No es
que el hombre ande empeloto por el mundo. Para él, vestirse es una rutina para protegerse
del clima y cubrir partes íntimas que solo interesan a su propietario, a
personas de su más absoluta confianza y, cuando es el caso, al honorable cuerpo
médico.
Conceptos como
moda, combinaciones cromáticas, presentación personal, imagen y similares
sencillamente no existen. Por eso la totalidad del personal femenino de su
entorno cercano se siente obligado (mejor, obligadas) a librar una cruzada,
predestinada al fracaso, para cambiar la relación del sujeto con el sector de las confecciones.
La madre lo
controló… mientras pudo. Luego vinieron las hermanas, quienes pasaron de sugerir
a regañar, de regañar a insultar, de insultar a rogar, de rogar a sugerir, y de
sugerir a pedirle… a sus hijos que aprendan de su tío, pero no se vayan a
vestir como él.
También ha pasado
con amigas y novias. Amigas cercanas que en tono confidente pedían, pidieron,
piden y pedirán que se “quiera un poquito”. Novias seguras de poder cambiarlo
–literalmente– una vez la relación pasara a otro nivel. Pero no hubo
sentimiento capaz de modificar ese desastroso aspecto externo.
El problema de J.A.
no es de guardarropa. De hecho tiene un closet atiborrado, porque la estrategia
femenina incluye regalos, regalos y más regalos. El hombre sencillamente coge
lo primero que tiene al alcance, tapa lo que se debe tapar y solo se lo quita
para dormir –a veces– o cuando el olor o aspecto rebasan los límites aceptables
para, digamos, un operario de empresa de aseo.
Donde falla el
argumento, entra la autoridad. Así que lo que no pudieron parientes, amigas y
novias le corresponde a las jefes (enfatizamos lo de las). Ellas sugieren,
ordenan, regalan, y a veces obtienen victorias parciales que pronto desaparecen
porque –información necesaria– el hombre
posee la habilidad de descachalandrar un esmoquin.
Hasta los
uniformes, tarde o temprano, se le ven mal. La más exigente de las jefes, tarde
o temprano, debe escoger entre empleado mal vestido o ex empleado. El problema
es que J.A. es muy bueno en lo que hace. Por suerte, su labor no implica
relación directa con clientes. Suele terminar desterrado en alguna oficina si
no lejana, por lo menos escondida.
Hasta que algún día
llegará una nueva jefe, profesional, auxiliar o encargada de servicios
generales. Y tarde o temprano una mezcla de instinto maternal y sentido de la
estética –reforzada por el nivel de la relación– la llevará a reiniciar la cruzada.
Vamos a vestir a
ese tipo.