Alba acepta que a veces tiende a sobredimensionar comportamientos ajenos. Pero boba no es y sabe reconocer cuando algo raro pasa. De un tiempo para acá viene notando cambios en el personal joven con quienes comparte espacio laboral. ¿O se lo estará imaginando?
El combo menor de 30 años es, por cierto, mayoría en la empresa. No hay uno solo que haya ingresado simultáneamente o antes de Alba. Eso no había sido problema para una agradable convivencia hasta que ella empezó a percatarse o, mejor, a sentir eso que llaman mala vibra en el ambiente.
Comenzó con el saludo. Ella siempre es la primera en llegar a la oficina. Prácticamente todo el mundo le da los buenos días. Eso no cambió. Tampoco las palabras ni la frecuencia... Pero había algo en el tono. O mejor, en el tonito. Del genuino interés se pasó a sentir una mera y casi que forzada cortesía. ¿O se lo estaba imaginando? Luego vino esa extraña sensación de ser el tema de diálogos ajenas. El silencio repentino cuando llegaba al grupo que conversaba. Los cuchicheos a la distancia donde por alguna razón se sentía observada e incluso señalada. ¿O se lo estaba imaginando?
La situación llegó a algún punto entre exclusión social, me estoy inventando pendejadas y un cuadro psiquiátrico de paranoia. Una cuarta opción fue el consejo de una amiga (con prejuicio incluido). “Esos jóvenes de ahora se ofenden por todo. ¿Será que usted hizo o dijo algo que los incomodó? Piense a ver”.
En principio, la alternativa no convenció del todo a nuestra protagonista. Pero un día llegó a trabajar y el resto de la gente... no llegó. Aparecieron mucho después. Muy cortésmente le explicaron que, la noche anterior, habían organizado un encuentro en otro lugar para festejar algo. Y sí, la habían llamado.
Verificó en su teléfono. Efectivamente aparecía la comunicación, poco antes de la medianoche, cuando Alba normalmente llevaba de dos a tres horas dormida. La reunión se coordinó por un grupo de mensajería electrónica. Ella todavía no estaba incluida, pero eso lo iban a solucionar de inmediato. Lo utilizaban (el grupo) para tratar temas tanto laborales como sociales, sobre todo en altas horas de la noche.
Esas palabras dispararon la epifanía. ¡Claro. Eso es! Semanas antes, durante un receso laboral alrededor del café, las y los jóvenes contertulios se despacharon contra lo que ellos calificaban de anacrónica costumbre. Madrugar. Citaron investigaciones que relacionaban incrementos en la productividad y la eficiencia con aplazamientos en la hora de inicio de la jornada laboral. Mencionaron un proyecto de ley para que los colegios comenzaran sus actividades más tarde. Alguno criticó una cultura que romantiza levantarse al amanecer, en detrimento de acostarse tarde y dormir hasta ídem, sin ninguna base científica.
Cuando a Alba le preguntaron su opinión, ella hizo algo que en tiempos actuales es un comportamiento de alto riesgo: dijo lo que pensaba. Habló de un hábito madrugador inculcado desde la infancia. De productividad ligada a trabajar con la mente recién levantada y del ambiente silencioso y tranquilo que ofrece el amanecer. De la resiliencia de los niños. De que no todos funcionan igual en los mismos horarios.
Incluso intentó hacer un chiste con su nombre, Alba, porque el alba era su mejor momento. El chiste no salió bien y sus comentarios tampoco. Y aunque nadie le cuestionó su punto de vista, se formaron dos bandos. Los levanta tarde y la madrugadora. Esa que, al no encajar en el pensamiento mayoritario, está siendo sutilmente dejada de lado.
Ahora es Alba, la excluida ¿O se lo estará imaginando?