Breve diccionario de
colombianismos
Ahora que vinieron los Rolling Stones, un grupo de elegidos
se dedicó a regañar a los potenciales asistentes al evento. ¿La
razón? Ellos, los regañadores, eran los “stonianos” de verdad. El resto solo
irían al concierto por moda, exhibicionismo, esnobismo, proyección social o
efecto rebaño.
Los argumentos de la élite roquera era que “ELLOS”
ameritaban las comillas y las
mayúsculas. Porque “ELLOS” conocían todas las canciones e historias.
Ellos tenían los vinilos comprados hace 40 años en algún cuchitril de algún
extinto parque de hippies. Ellos sí eran poseedores del sagrado derecho de
escuchar al grupo en vivo y en directo.
Lo de los roqueros es un evento específico. Pero esta
categoría de personajes abunda en todas las facetas de la vida. No ven las películas que ve todo el mundo. No
oyen la música que oye todo el mundo. No comen lo que come todo el mundo. No se
visten como se viste todo el mundo. No leen lo que lee todo el mundo. No ven un
partido de fútbol como todo el mundo.
En cambio, aprovechan cualquier oportunidad para mostrarle
su privilegiada condición a, por supuesto, todo el mundo.
Sus gustos musicales, en el mejor de los casos, incluyen las
canciones menos conocidas de cantantes y autores conocidos. Van a restaurantes
raros o a restaurantes conocidos a pedir
platos raros o a negocios extraños a comprar ingredientes exóticos para
preparar menjurjes más exóticos todavía. Donde la gente ve un gol, ellos ven
una compleja combinación de táctica y estrategia que culmina en la vulneración
de la red.
Su aire de superioridad se exterioriza de diversas maneras.
Llevan años perfeccionando esa mirada de desprecio, conmiseración y lástima
para cuando alguien les dice, por ejemplo, que un baguette es un pan
francés, pero más grande. Si los ojos no son suficientes para pordebajear a su
interlocutor, viene el discurso en el que –otro ejemplo– ilustran al simple mortal sobre la diferencia
entre mirar una estatua y disfrutar la experiencia de una obra de arte.
Algunos perfeccionan tanto el discurso que viven de eso. Se
acomodan como expertos y críticos. O crípticos, porque lo que dicen suena importante,
aunque nadie lo entiende.
En su sapiencia, el vino no tiene sabor, tiene textura. La
cocina no es de cocineros, es de autor. La
ropa no es para vestirse, sino para expresarse. El libro de anécdotas
pasa a ser una sincera recopilación de cotidianidades compartidas. La plata no se gasta sino que se invierte y
lo que se adquiere o contrata no es un producto o servicio: es una solución.
Esa es la impresión que causan al observador desprevenido. Sin embargo, si este observador es,
además, un desocupado, tarde o temprano descubre que la cosa no es tan complicada. Que no se
trata de un grupo de elegidos con acceso a un mundo cerrado, sino de gente que
le pone nombres complicados al universo. Que no es que sepan mucho, sino que
sobredimensionan lo que saben para proyectarle al resto de la especie su
condición de, como decían las señoras de antes, mejor familia.
Pasado un tiempo, suelen generar un consenso entre sus
conocidos o seguidores.
Son insoportables, inaguantables… (léase inmamables).