jueves, 21 de julio de 2016

De cabellos, peluqueadas, trasquiladas y otros asuntos laborales que no son de estilistas


El pecado capital de Ariza es la vanidad. Vanidad localizada. Dotado por la naturaleza de una generosa mata de cabello, le brinda especial atención desde que tiene memoria (al cabello, no a la naturaleza). Atención retribuida, porque en vez de caer –como le ha sucedido a casi todos sus contemporáneos- se volvió plateada con el paso de los años.

La más poderosa de las testas coronadas no tiene opción frente a la poderosa cabellera, que cada día gana cuerpo, firmeza y otros adjetivos de comercial de champú. El mérito no es solo genético. Durante años, el corte, aseo y demás actividades relacionadas con la melena ha estado en manos de reputados y costosos expertos. Muy costosos.

Mientras la vida le sonrió a Ariza, laboralmente hablando, esta situación no tuvo problema. Pero un día le dieron las gracias y le desearon buena suerte mientras que su patrón pasó a ser expatrón.  Como suele pasar, solo cuando la fuente habitual de ingresos desapareció, Ariza se concientizó de lo desproporcionadamente alta que era la inversión destinada al cuidado de su cabello. Una concienzuda inteligencia de mercado le permitió conocer múltiples productos que hacían lo mismo, estaban hechos de lo mismo y no costaban la mismo. Eran mucho más baratos. 

Pero aún quedaba el pendiente más complejo. El corte. Por supuesto que había peluquerías, muchas peluquerías, pero Ariza sabía –o pensaba– que algo iba de un peluquero a un estilista. O a un artista del cabello, como se autodenominaba su proveedor tradicional. Los días pasaban, la mata de pelo crecía, los saldos bancarios bajaban y el hombre era consciente de que no podía gastarse lo de la comida del mes en una sesión de tijera, máquina, cepillo, peine y cuchilla.

Y una noche de  martes llegó la esperada llamada para una entrevista de trabajo con razonable posibilidad de éxito. Lo esperaban el miércoles a primera hora. Tiempo suficiente para prepararse. Ropa de pedir puesto, lista. Conocimientos, listos. Papeles, listos. Afeitada, posible. Cabello… a menos que necesitaran un guitarrista de rock o un doble de Tarzán (ambos envejecidos) el corte era indispensable.

Así que Ariza salió a buscar una peluquería adecuada a su estrato actual que estuviera trabajando después de las 9 p.m. cuando el destino se le atravesó en forma de academia nocturna. Academia de peluquería. Y 4 palabras mágicas “Corte de cabello gratis”.

Esa noche, Ariza puso su cabeza en manos de un nervioso aprendiz de estilista que le enseñó de manera gráfica el significado del verbo trasquilar. Varios intentos fallidos hicieron desaparecer sucesivamente capas y capas capilares, con resultados cada vez más desastrosos para la estética de su cabeza. El profesor sencillamente le puso una mala  nota a su estudiante y ofreció al de la silla (Ariza)  una alternativa. La número uno.  Raparlo completamente porque si algún merito tenía el aprendiz, era su facilidad para generar problemas insolubles en la testa de sus víctimas.

Al día siguiente, mientras compartía sala de espera al acecho de una decisión final en compañía de los demás aspirantes, recibió la noticia de una manera que jamás hubiera soñado, por parte de un poco prudente encargado con mala memoria para los nombres.

“Ya escogimos, la persona que trabajará con nosotros es…usted.”  Y al caer en cuenta que no había señalado a nadie en particular, aclaró “el calvo se queda”.