Solo al llegar a casa cayó en cuenta de que normalmente no hay tanto intercambio verbal a la hora de pagar. Primero, las cuatro ocasiones en las que suministró su número de cédula mientras ella intentaba sumar la compra al programa de fidelización. Segundo, la solicitud expresa de identificar todas las verduras adquiridas. La conversación incluyó rábanos, brócoli, jengibre y perejil. Y una sonrisa perenne. La de ella.
Como no se trataba de hacer compras innecesarias, aplazó su retorno a ese supermercado hasta cuando realmente debía surtirse. Ignoró detalles como que el negocio quedaba a 10 cuadras de su casa y que podía adquirir lo mismo en locales ubicados por la cuadra donde vivía, incluso a mejores precios.
Recorrió pasillos, escogió productos y se dispuso a pagar. Había tres cajas. Dos cuya fila avanzaba rápido y una donde se movía lentamente. La 3. Guillermo dio otra vuelta adicional y encontró… la misma situación. Después de tres vueltas adicionales le tocó acudir a otro punto de pago. Aunque estaba casi seguro de que la cajera (no quien lo atendió, sino la que sabemos) lo miró y, como no, le sonrió.
El tercer intento se dio a los pocos días, cuando Guillermo consideró necesario surtirse anticipadamente de productos de aseo. Nuevo viaje. Esta vez Viviana (nombre escrito en el gafete) solo tenía un cliente en la fila, de esos que combinan medios de pago —efectivo, bonos—. El proceso implicó la presencia —varias veces— de una supervisora para desbloquear caja y explicar procedimientos a la cajera. Veinte minutos pasaron antes de que Viviana atendiera a Guillermo. Con esa sonrisa que se mantuvo todo el tiempo, incluso cuando la caja volvió a bloquearse. No preguntó una sino varias veces los datos rutinarios, como cuando alguien quiere prolongar artificialmente una conversación. Hubo hasta una risita que sonó y se vio sincera.
Guillermo quiso ser racional. Tras sesuda evaluación, concluyó que había una posibilidad. Pero no la forzó. Solo “recordó” que era bueno surtirse de café así tuviera una bolsa sin abrir y volvió al supermercado en busca de Viviana. No estaba. Tampoco estuvo dos días después. Ni al día siguiente. En ese momento el sujeto dejó de ser razonable. En servicio al cliente preguntó, tratando de parecer despreocupado, por Viviana, la cajera que atendía el punto tres. Aunque no sabía qué reacción esperar, la respuesta lo dejó desconcertado... — Con mucho gusto señor, un momento llamo al gerente”.
A los pocos minutos apareció el administrador del punto de venta. — Estamos avergonzados. Haremos todo lo posible por solucionar su problema. Cuénteme qué le pasó.
En algún lugar entre incómodo y sorprendido Guillermo apenas alcanzó a susurrar algo así como “pues yooo”. antes de que el gerente retomara.
— Tranquilo. Aquí el cliente es primero y reconocemos nuestros errores. Nos equivocamos con esa contratación. Confundía los números, nunca se pudo aprender los nombres de las frutas y verduras, cada rato desconfiguraba el sistema de la caja y armó un poco de líos con tarjetas y bonos que apenas estamos desenredando. La verdad, lo único que esa mujer hacía bien era sonreír mientras atendía.
Pregunta al margen con alguna relación
¿Cómo son las instalaciones de servicio al cliente?
Amplias, cómodas, cercanas y con múltiples opciones de atención, cuando son para vender. Incómodas, estrechas, con horarios restringidos y en puntos lejanos cuando son para “atender” reclamos.