Ese país tuvo una figuración inesperadamente buena en los
campeonatos mundiales de atletismo. Los cantantes, actrices, héroes de reality, presentadoras y modelos
quedaron momentáneamente out. Lo in pasó a ser el deportista de élite con
su historia de sacrificio y superación y, lo más importante, su fotogénico
cuerpo, ideal para la portada.
En tiempos de Internet, las revistas libran su batalla
contra el futuro a punta de portadas.
Falta un estudio serio sobre si esto funciona o no, pero nadie niega que
genera empleo. Empleo para fotógrafos, peinadoras, diseñadores, luminotécnicos, decoradores y
productores. Representantes de estos gremios pasan horas trasteando,
maquillando, peinando, vistiendo alumbrando y emperifollando a la celebridad de turno.
Todo para obtener esa foto que, dicen, incrementará las ventas de la
publicación de turno. El resto de las fotos, –pues se hacen tomas en cantidades
industriales– acompañarán algún texto repleto de lugares comunes en páginas
interiores. Y todos felices.
Casi todos. Carlos, el editor de esa revista, llegó tarde al
baile. La competencia ya se había apoderado de las deportistas exitosas. Las
ganadoras. Tanto las que se veían sexys en una selfie tomada con mala luz, como a las que había que maquillar,
vestir, e iluminar para lograr una foto medianamente sexy, ideal para… tres horas de photoshop.
Pero nuestro editor ya había perdido el primer round con esas… y con esos. Los
caballeros triunfantes también fueron acaparados por publicaciones con más
contactos, más recursos, más influencias o todas las anteriores. Urgía un plan
B. No todos los deportistas bonitos eran ganadores. Algunos, de hecho,
apestaban en materia de resultados. Pero eran fotogénicos. Y existían palabras
como “esperanza”, “futuro”,
“aprendizaje” y demás para decir perdedores de manera que sonara bonito.
La idea era buena, pero no original. Ese fue el amargo descubrimiento de Carlos.
Las actividades físicas con desempeños inversamente proporcionales al aspecto
físico de sus protagonistas habían sido objeto de una rapiña periodística.
Revistas nacionales y regionales se habían apoderado de cualquier atleta con un
mínimo de empatía con la cámara. Y la hora de cierre se acercaba de manera
inexorable.
En el atletismo hay carreras, saltos y lanzamientos.
Corredores y corredoras, saltadores y saltadoras estaban ya en proceso de
impresión. Por razones no del todo claras, el país contaba con muy pocos
competidores en lanzamientos. De hecho, solo hubo uno. De martillo. Y quedó de
último.
El editor no estaba seguro, hasta que vio en internet la
escultura del Discóbolo. Vio el cuerpo perfecto representado en la escultura y
en su mente creativa visualizó una representación contemporánea, protagonizada
por el anónimo lanzador.
Los contactos se hicieron por teléfono y contrarreloj. El
atleta aceptó encantado. Quedaron de verse con todo el equipo (fotógrafo,
maquillador, diseñador, productor y editor) a primera hora. Pero en vez del
adonis que todos esperaban lo que llegó fue un tipo chiquito, macizo y
paticortico. Y con cara de yo no sirvo para portadas. Algo así como quien
espera un Ferrari y le aparecen con un tanque de guerra. La masa de músculos ideal para arrojar un
objeto pesado lo más lejos posible. Algo así como el discóbolo, pero en versión
nevera. O nevecón. Pura fibra. Cero
fotogenia. Pero ya no había tiempo para más, así que la portada tuvo su atleta.
Curiosamente, no le fue tan mal en ventas.