martes, 26 de julio de 2016

Hay que tumbar ese muro


Si Trump quiere construir un muro entre Estados Unidos y México y los alemanes tuvieron su muro de Berlín, Fernández tiene muro propio. Aunque en este caso se trata de una pared que, en vez de separar, une. Ý es que la construcción de esta historia generó un consenso entre todos los involucrados: había que tumbarla. Y se podía. Aunque ubicada en un primer piso, era factible demolerla sin riesgo.  No tenía propósitos estructurales. No servía de soporte para nada. Su única función era evidente: estorbar.

Fernández ya pasó del quinto piso, pero cuando conoció la  pared de su vida estaba en sus veinte. Se  trataba de un estudiante que accedió a su primera experiencia laboral en una empresa incipiente, eso que ahora llaman emprendimiento.

Entró como ayudante o asistente del profesional a cargo. La  organización tenía como sede un viejo edificio de caracterización incierta, nunca se supo si residencial, comercial, industrial o todas las anteriores. Fernández y su jefe terminaron en el primer piso en un cuarto con ventana  a la calle que tenía dos puertas, una al corredor y otra hacia otro cuarto donde no había nada. Un muro separaba ambas habitaciones. “Yo creo que  eso hay que  tumbarlo para  ampliar la oficina” comentó un día el profesional.

Tanto la empresa como Fernández crecieron. Lo que él hacía demandó más mano de obra y la pareja inicial se vio reforzada por otros profesionales. Profesionales que debieron distribuirse en los dos cuartos. La necesidad de interacción del equipo se  tradujo en un tránsito constante a través de la puerta. El gerente general bajó un día a reunirse con el equipo y a escuchar sus inquietudes y antes de que cualquier persona se lo dijera, planteó una primera y urgente acción “hay que tumbar  ese muro”.

Solo fue cuestión de meses para que el área respectiva creciera lo suficiente para justificar mando propio. Sus funciones desbordaron la capacidad de la gerencia y por eso nombraron un coordinador, contratado externamente. Al tomar posesión de su cargo dijo muchas cosas, una de las cuales fue “Necesitamos tumbar esa pared”.

Ya como profesional, Fernández fue promovido dentro de la organización mientras su área de trabajo aumentaba su peso en el organigrama, lo que demandó el nombramiento de director y subdirector. A esas alturas ocupaban todo el primer piso, algo apretados por lo que en una reunión se planteó como fórmula para ganar espacio “demoler el muro que separa la oficina”.

Esa fue la última reunión a la que Fernández asistió antes de partir hacia el exterior, donde tuvo la oportunidad de hacer su maestría. Aunque la empresa le ofreció “guardarle” el puesto, la  vida le brindó opciones más interesantes. Así que nunca volvió por ahí. Años después supo de una crisis que quebró muchas organizaciones, incluida aquella donde se inició laboralmente. Y un día, pasó por su primera sede de trabajo.

El edificio mostraba inequívocas señales de abandono. Fachada despintada, vidrios rotos, un jardín completamente descuidado con más cara de selva y amarillento letreros de “Se vende”. Por ninguna parte aparecían signos distintivos que evocaran a sus antiguos propietarios.

Sólo sobrevivía un elemento que además de robarle una sonrisa, trasladó a  Fernández a su pasado. Ese  muro que puso de acuerdo a  todos en una cosa. Había que tumbarlo.