Si Trump quiere construir un muro entre Estados Unidos y
México y los alemanes tuvieron su muro de Berlín, Fernández tiene muro propio.
Aunque en este caso se trata de una pared que, en vez de separar, une. Ý es que la
construcción de esta historia generó un consenso entre todos los involucrados:
había que tumbarla. Y se podía. Aunque ubicada en un primer piso, era factible demolerla sin riesgo. No tenía
propósitos estructurales. No servía de soporte para nada. Su única función era
evidente: estorbar.
Fernández ya pasó del quinto piso, pero cuando conoció
la pared de su vida estaba en sus
veinte. Se trataba de un estudiante que
accedió a su primera experiencia laboral en una empresa incipiente, eso que
ahora llaman emprendimiento.
Entró como ayudante o asistente del profesional a cargo.
La organización tenía como sede un viejo
edificio de caracterización incierta, nunca se supo si residencial, comercial,
industrial o todas las anteriores. Fernández y su jefe terminaron en el primer
piso en un cuarto con ventana a la calle
que tenía dos puertas, una al corredor y otra hacia otro cuarto donde no había
nada. Un muro separaba ambas habitaciones. “Yo creo que eso hay que
tumbarlo para ampliar la oficina”
comentó un día el profesional.
Tanto la empresa como Fernández crecieron. Lo que él hacía
demandó más mano de obra y la pareja inicial se vio reforzada por otros
profesionales. Profesionales que debieron distribuirse en los dos cuartos. La
necesidad de interacción del equipo se
tradujo en un tránsito constante a través de la puerta. El gerente
general bajó un día a reunirse con el equipo y a escuchar sus inquietudes y antes
de que cualquier persona se lo dijera, planteó una primera y urgente acción
“hay que tumbar ese muro”.
Solo fue cuestión de meses para que el área respectiva
creciera lo suficiente para justificar mando propio. Sus funciones desbordaron
la capacidad de la gerencia y por eso nombraron un coordinador, contratado
externamente. Al tomar posesión de su cargo dijo muchas cosas, una de las
cuales fue “Necesitamos tumbar esa pared”.
Ya como profesional, Fernández fue promovido dentro de la
organización mientras su área de trabajo aumentaba su peso en el organigrama,
lo que demandó el nombramiento de director y subdirector. A esas alturas
ocupaban todo el primer piso, algo apretados por lo que en una reunión se
planteó como fórmula para ganar espacio “demoler el muro que separa la
oficina”.
Esa fue la última reunión a la que Fernández asistió antes
de partir hacia el exterior, donde tuvo la oportunidad de hacer su maestría.
Aunque la empresa le ofreció “guardarle” el puesto, la vida le brindó opciones más interesantes. Así que
nunca volvió por ahí. Años después supo de una crisis que quebró muchas
organizaciones, incluida aquella donde se inició laboralmente. Y un día, pasó
por su primera sede de trabajo.
El edificio mostraba inequívocas señales de abandono.
Fachada despintada, vidrios rotos, un jardín completamente descuidado con más
cara de selva y amarillento letreros de “Se vende”. Por ninguna parte
aparecían signos distintivos que evocaran a sus antiguos propietarios.