“Eso está muy pesado. Colguémoslo
en la nube”.
Suena lógico. Si un archivo ocupa
mucho espacio, en vez de despacharlo por correo es mejor subirlo a un sitio
donde otro lo pueda bajar, de acuerdo con la memoria disponible en su dispositivo
Pero en épocas pasadas –y no
mucho– quienes proponían colgar cosas en
las nubes eran de dos tipos: los poetas –laureados y reconocidos- y los locos
–sedados y encerrados-.
Las memorias se leían en libros
escritos por personajes ilustres; subir y bajar eran verbos que se conjugaban
en escaleras, rampas y rodaderos; el correo estaba a cargo de señores con
bicicleta, uniforme y envidiable estado físico; y ocupar demasiado espacio era
privilegio de gordos, tractomulas y bodegas.
Palabras que nos acompañaron toda
la vida han ido expandiendo su significado. Y ese cambio se refleja en
expresiones comunes. Esas mismas expresiones, hace pocos años, hubieran sonado
a delirio, a sueños imposibles, a incoherencia o a estupidez.
Cuántos
estudiantes de resultados mediocres soñaron con que la aplicación (afición y
asiduidad con que se hace algo, especialmente el estudio, según la Real Academia ) en vez de
depender del esfuerzo y la constancia, se pudiera instalar. ¿En que momento
colgar una foto dejó de involucrar martillo, puntilla, pared, golpe en el dedo
y madrazo?
Eran otros tiempos. Y hablando de
tiempo, la escasez de minutos no se solucionaba comprándolos en la tienda de la
esquina. De hecho, comprar tiempo era una compleja metáfora aplicable a
acciones estratégicas encaminadas a despistar al enemigo con el fin de aplazar
sus movimientos… Bueno, la idea es mostrar que quien dijera “voy a comprar unos
minutos y ya vuelvo”, era firme candidato a cliente de psiquiatra.
Los muros solo se levantaban con
ladrillo y concreto. Los virus, antivirus y vacunas concernían al honorable
cuerpo médico y a niños llorando: Un programa se veía por televisión o se
realizaba entre amigos y un programita en pareja, cuando no era muy católico.
La @ servía para comercializar papa al por mayor. Se conectaban los aparatos,
no las personas. Las tabletas se tomaban con agua por prescripción o
automedicación. Lo único que se podía leer en el teléfono eran los números y
letras del discado –o teclado-, y, a veces, una marca y algunos datos técnicos
por debajo.
Subir o bajar un video implicaba
cambiar de piso el betamax o el VHS. No se requerían fotos para destacar la
resolución de alguien. Las tendencias (sin #) eran un asunto de moda guardado
en el clóset –del cual se salía en circunstancias diferentes a las actuales,
pero eso es otra historia–. Un paquete venía empacado, envuelto y debajo del
brazo; y los combos eran de amigos o involucraban gaseosa y plato fuerte.
Y como llegó el momento de cerrar
este texto –sin llaves ni puertas – aprovecho para reiterar mi invitación a que
suban sus comentarios.
No se necesitan escaleras.