miércoles, 8 de mayo de 2024

Yo no corro ni ruego


El tema de la conversación llegó al transporte público. Para quienes no vivieron esos tiempos, antes de paraderos fijos y estaciones, existió (¿existe?) un escenario donde buses, busetas, micros y similares recogían y dejaban pasajeros dosledalga sc (donde se le daba la gana al señor conductor). 

Casi todos los contertulios tenían su anécdota. Las carreras cuando le sacaron la mano al vehículo, y este paró… 50 o 100 metros adelante. El aviso de “timbre una vez, una cuadra antes”. Él o la pasajera timbraban, el bus no paraba. Timbraban otra vez y tampoco. Después del tercer o cuarto intento cambiaban la modalidad de aviso a gritos que hoy en día son clásicos. Desde “¡Señor, pare por favor!”, hasta “¡Me va a llevar su casa o qué!”

Geólogo permanecía en silencio. Era como raro, porque él utilizaba, desde siempre, transporte público en sus desplazamientos urbanos. Cuando alguien le preguntó su respuesta fue tajante. “Yo no le ruego a... conductores; yo no le corro… a buses, busetas,  micros o similares. El asistente observador (nunca falta), detectó en la contundente afirmación un tonito de duda. Y así lo expresó. ¿Nunca Geólogo?, ¿seguro?

Tras unos segundos de reflexión el interpelado señaló que no sabía si lo que les iba a contar clasificaba. Aunque, eso sí, involucraba medios de transporte y encargados de manejarlos. Cuando estaba empezando su carrera profesional el empleador lo mandó a uno de esos puntos ubicados en la mitad de ninguna parte para verificar unos estudios de suelo. Al sitio de marras se llegaba mediante una ruta que incluía trayecto aéreo y transporte terrestre. El avión llegaba, descargaba, volvía a cargar, se iba y volvía una semana después. 

El tipo arribó en DC-3 al “aeropuerto” del Pueblo 1 (una pista, un kiosko con techo de paja para los viajeros y un contenedor habilitado como torre de control, bodega y oficina). Contrató transporte local, recorrió las cinco horas de caminos destapados y polvorientos hasta el Pueblo 2. Trabajó, durmió y comió en compañía de múltiples representantes de la entomología local (bicho venteado). Por supuesto que no había hotel ni restaurante, sino un cuarto alquilado (tres comidas de sopas aguadas incluidas) en la menos peor de las casas del pueblo.

El trabajo le llevó 4 días, lo que lo dejó 2 (o 3, no estaba seguro) días en Pueblo 1, con la misma entomología, las mismas sopas, pero más aguadas, y otro cuarto alquilado mientras aparecía la aeronave. El asunto es que al llegar el día y la hora de abordar el avión ahí estaba... enterrado en la mitad de la pista. El piloto, el copiloto, el técnico y la azafata muy amablemente le contaron del accidente, y, más importante, de las consecuencias. Vuelo cancelado, tendría que esperar el siguiente. Una semana después.

¿Y ellos que? A ellos los recogería otro avión. ¿Y ese avión no me puede llevar a mí? Eso no lo decidimos nosotros, toca que le diga al piloto cuando llegue. Un par de horas después la aeronave —otro DC-3— aterrizó y un muy cortés capitán le explicó de manera igualmente cortés a Geólogo que eso no era posible por protocolos de seguridad de la empresa. Que no era ni la primera ni la última vez que ocurría una situación similar y que, como podía darse cuenta, los pasajeros simplemente aplazaban su viaje una semana.

— Así que estaba a esto de otra semana en ese sitio olvidado de Dios. Insistí, argumenté, pedí, y supliqué. Pero el piloto era de esos tipos duros, tenía no sé que anécdota de una vez que hizo un favor de esos y terminó metido en un lío. Que no, que no, y que no. Pero finalmente dijo que me subiera.

— O sea que sí le tocó rogar,

— Y correr. Porque el tipo solo accedió cuando ya había prendido los motores y escucho mi voz, debajo del avión, tras una carrera como de 200 metros por la pista para gritarle, en el tono más desesperado posible: ¡Capitán por favor, no me deje aquííííí!