miércoles, 10 de mayo de 2023

Instintos atávicos aplicados a la seguridad vial



No me fue mal, realmente. Solo la fractura del brazo y muchos raspones. Para eso son los elementos de protección personal. Sí, yo sé que dicen que soy exagerado pero estas situaciones terminan dándole a uno la razón. Está bien, se lo acepto, siempre hay algo que se sale de cualquier previsión posible.

Ya me pasó una vez. Y lección aprendida. Mucho antes de la pandemia, integré el tapabocas a mi vestuario deportivo. Y seguí con la rutina semanal de pedaleo en ciclovía que se fue extendiendo a otros días.  Poco a poco cogí confianza para utilizar el vehículo, lunes y viernes, como medio de transporte al trabajo. La ruta, cuidadosamente planeada para evadir las calzadas. Ciclorruta. Pura seguridad. Desafortunadamente, había unos tramos, muy cortos, donde era necesario bajar a la calle y compartir espacio con los automotores. Escogí cuidadosamente aquellos con el menor tráfico posible. Definí claramente el protocolo. Carril derecho, pegado al andén, distancia de seguridad. Prevención absoluta, ese es mi lema.

Antes de seguir es importante hablar de los yorkies. Es un diminutivo de yorkshire terrier. Son una raza de perros. Yo no soy muy de mascotas y esas cosas pero no creo que haya algo tan genéticamente inofensivo y tierno. Busque las imágenes en internet y verá.  Es una cosita chiquita, peludita, simpática, con más pinta de juguete que de animal. Después averigüé que no crecen más de 20 centímetros y no alcanzan los 4 kilos de peso. Son algo así como la compañía ideal para una señora de edad, o un regalo para la suegra.

Ese lunes pedaleaba hacia la oficina cuando vi el carro. Un carro de esos que compran los jóvenes profesionales cuando sus primeros ingresos lo permiten. En este caso digamos las jóvenes, porque lo conducía una mujer acompañada, como no, de un yorkie. El animal iba asomado por la ventana, hasta ahí normal. Pero era la ventana delantera izquierda, la de la conductora. Supongo que apoyaba las patas en el regazo de la misma y ella no parecía ni incómoda ni molesta. Total, tampoco había mucho tráfico.

Cada uno -es decir ella y yo-  siguió su camino. Una cuantas cuadras adelante llegue a uno de los segmentos donde tocaba bajar a la calzada. Ahí estaba de nuevo el carro. Y quise ver más de cerca. No había más vehículos en la vía, el semáforo se acababa de poner en rojo así que solo era dejar el lado del andén, pasar el automotor por la izquierda, mirar y volver a la zona segura.

Yo solo estuve pocos segundos a más o menos medio metro de la ventana donde el yorkie asomaba su cara de felicidad después de una dosis de viento. Ahí estaba esa cosita chiquita, peludita, simpática, que ni siquiera me prestó atención, o por lo menos, eso me hizo creer. Porque en fracciones de segundo, desde el fondo del cerebro de Toby -nombre que conocí después- se alborotaron instintos protectores, latentes y atávicos de territorialidad y agresividad con un extraño ingrediente gatuno volador. Porque sin ninguna advertencia -ni siquiera ladró el maldito bicho- este yorkie saltó desde la ventana contra el ciclista -este ciclista- que se disponía a pasar a zona de seguridad.

Obviamente como nadie esperaba el ataque -nadie soy yo- pasó lo que tenía que pasar. Fui a dar al piso con bicicleta y todo, y alcancé a poner el brazo izquierdo como protección. Aquí el yeso es la prueba. La rugosa calle se encargó de agregarle raspones y ropa rasgada al asunto. Debo decir que la “mamá” de Toby se portó a la altura. Se bajó, recogió a Toby, le hizo los arrumacos del caso, verificó detalladamente su estado  de salud y 10 minutos después me preguntó si yo estaba bien. Me ayudó a levantarme, a poner la bicicleta en el andén y a llamar por ayuda. Cuando finalmente confirmaron de la oficina que iban a enviar una misión de rescate, se disculpó, habló sobre lo inusual de la acción de su mascota y se fue.

Eso sí, esta vez dejó al yorkie en el asiento de atrás. Y se lo juro, mientras el carro se alejaba, ese perro infeliz me miró desde la ventana posterior y se rio.