jueves, 1 de septiembre de 2016

Y pasamos de 10.000 visitas

Muchas gracias a todos los que le han robado un par de minutos a su vida para pasarse por acá. Por mi parte, solo espero  haber hecho algún aporte al departamento de sonrisas. risas, carcajadas y similares.





Manual para sobrevivirle al jefe

Barragán fue un hombre feliz durante muchos años, hasta que empezó a trabajar en lo que le tocaba, no en lo que quería. Lo raro es que el hombre se las había ingeniado para hacer lo contrario durante años. Paso largo tiempo saltando de ubicación en ubicación laboral, respaldado por una inexplicable buena suerte y conocidos ubicados en algún punto entre solidarios, comprensivos y alcahuetas.

Pero un día la suerte se acabó, los conocidos desaparecieron o cambiaron de actitud y el hombre tuvo su aterrizaje forzoso en el mundo real. Así como fue una especie de pionero en ese mundo feliz de quien solo hace lo que desea (milenials, dicen ahora), y le pagan, también le tocó ser el proyecto piloto de lo que posiblemente pase dentro de algunos años (¿milenials viejos?). Cuando la vida le muestre a los innovadores incomprendidos de hoy que son buenos, pero no tanto. Cuando la empresa de turno haga cuentas y empiece a recortar. Como recortaron a Barragán que, en un par de años, evolucionó, de desempleado con aspiraciones, a desempleado de esos que se le miden a lo que sea, por el sueldo que sea.

No le fue tan mal. Consiguió un trabajo relacionado con su profesión. La paga era mala y demorada, las instalaciones inadecuadas, los horarios irracionales y las políticas empresariales incomprensibles. Situaciones que en otros tiempos hubieran generado renuncias en automático. Bien dicho, eran otros tiempos. Ahora solo quedaba lo que los expertos llaman resiliencia y todos los demás aguantarse.

Sorpresivamente, no resultó tan difícil.  Uno a uno todos los factores negativos pasaron a ser una rutina con la que se podría convivir. Bueno, casi todos, porque había un inaguantable. Y a cargo. El jefe directo. El que daba órdenes irracionales, incoherentes e inoportunas. El que tenía una idea por la mañana, otra por la tarde y otra por la noche. El que pedía imposibles de beneficios discutibles y no aceptaba argumentos. Él pedía los imposibles y a los subalternos les tocaba lo más difícil: hacerlos.

Lo poco que le quedaba de espíritu libre a Barragán llevaba del bulto. El viejo chiste pasó a ser la amarga realidad del día a día. Hay tres formas de hacer las cosas, la correcta, la incorrecta y la que diga el jefe. El consuelo fue descubrir que él no era el único aburrido, traumatizado, estresado y poseedor de demás síntomas de felicidad laboral. Pero lo extraño fue encontrar una minoría, esa sí, realmente feliz. Barragán detectó un reducido grupo de lo que ahora llaman colaboradores  -antes eran subalternos y empleados – que pese a laborar en la misma empresa, tener el mismo jefe y compartir rutinas,  no parecían afectados por la actitud dictatorial del superior inmediato.

Tuvo que observarlos durante varias semanas para aprender el truco.  Era ridículamente sencillo. El jefe tenía tantas ideas que olvidaba el 90 por ciento de las que proponía. Pero existía una forma de garantizar lo contrario. Consistía en criticar, cuestionar o simplemente preguntar. Si el subalterno actuaba de esa manera, automáticamente la petición pasaba a obsesión personal del líder.

Así que cada vez que recibe una instrucción de esas que son imposibles de llevar a cabo, que carecen de lógica, que van en contravía de órdenes anteriores, cuya utilidad real no se ve por ninguna parte, Barragán dice que sí. Pero no hace nada a menos que la autoridad insista, lo que ocurre más o menos una vez por cada 10. A veces. 

Desde que empezó a vivir así, Barragán volvió a ser un hombre feliz.  Resiliencia, dirían los expertos.