Esos tipos que manejan el mercadeo de la distribución de
películas son realmente buenos en lo suyo. Hay que reconocerlo. Hacen bien
su trabajo, hoy en día cuando, objetivamente, ir a cine parece una especie en vías de
extinción. Quien querría ir hasta un multiplex en tiempos de blue ray, streaming, televisores de 40 pulgadas y más
y, sobre todo, piratería para todos los gustos.
Además, pagar por ver una película sin poder congelarla mientras se atienden diligencias personales en el baño no suena muy sexy que digamos. Pero llegaron los duros del marketing
y vendieron eso que ahora llaman concepto. El concepto que compraron las nuevas
generaciones es que ir a cine –sobre todo estrenos–, es un acto social de esos
que “no se pueden perder”. A las
necesidades básicas de respirar, comer, vestirse se sumó la premiere del
filme de moda.
Los jóvenes asistentes
se sienten heroicos mientras hacen fila en el centro comercial respectivo ante
el estreno de turno. Y da como pena desilusionarlos, pero su esfuerzo
no tiene mayor mérito si se le compara con épocas pasadas. Porque –lo que
sigue a continuación puede herir
sensibilidades, así que se recomienda leerlo sentado– hubo una época en la
única opción para ver cine era ir a cine.
Es en serio. No había video casero. Más claro, no existían el Blue Ray, el DVD, ni otros aparatos que tal vez han oído mencionar como
el VHS o el betamax. Lo único en línea era uno mismo mientras hacía fila en
alguna parte –un teatro, por ejemplo– y para tener un computador personal
hubiera sido necesario desocupar la casa, porque ese era el tamaño promedio de
un aparato de estos. Y no hablemos del
precio. Y tampoco hubiera servido para ver cine, porque no tenía pantalla.
En televisión sí pasaban películas, cuya edad mínima desde
su estreno en sala hasta el momento de
emitirse por algunos de los dos o máximo tres canales disponibles era de 20
años. Tal vez algunas personas tenían una pequeña sala de proyección en su casa. Digamos que son el
equivalente a aquellas personas que hoy tienen un jet propio.
De manera que si usted quería ver el estreno más reciente,
su única opción era comprar la boleta e ingresar al respectivo teatro. Comprar
la boleta no es como ahora, que uno
simplemente se conecta a la Internet y hace una transacción electrónica, o llama a
un número telefónico y espera cómodamente en su casa. No. Podía escoger entre
ir hasta la taquilla y comprarla, o se
tenía algún problema con esos, siempre podía
ir hasta la taquilla y comprar la boletas. Allí sería atendido por un
taquillero dotados de un gigantesco rollo del cual iría rasgando tiquetes, La máxima innovación tecnológica la tenia algún teatro donde los tiquetes los
rasgaba una máquina. Y era altamente
recomendable llevar sencillo porque –algunas cosas nunca cambian-
jamás había vueltas.
Pero ya estamos en la taquilla. Ese era el premio de montaña.
Y para llegar a él había que pasar por
una epopeya digna de héroes. La ¡FILA! Así, en mayúsculas y con
exclamación. Porque, con el respeto que nos merece quienes hoy en día hacen
guardia dentro del centro comercial a la
espera de un estreno, eso es un paseo comparado con lo que era acceder a la
taquilla en tiempos pasado. La cosa era
tan dramática que amerita texto aparte. Así que nos vemos el jueves.
(Continuará)