martes, 29 de marzo de 2016

Historias de película lejos de casa


Esos tipos que manejan el mercadeo de la distribución de películas son realmente buenos en lo suyo. Hay que reconocerlo. Hacen bien su trabajo, hoy en día  cuando, objetivamente, ir a cine parece una especie en vías de extinción. Quien querría ir hasta un multiplex en tiempos de blue ray,  streaming, televisores de 40 pulgadas y más y, sobre todo, piratería para todos los gustos.

Además, pagar por ver una película sin poder congelarla mientras se atienden diligencias personales en el baño no suena muy sexy que digamos. Pero llegaron los duros del marketing y vendieron eso que ahora llaman concepto. El concepto que compraron las nuevas generaciones es que ir a cine –sobre todo estrenos–, es un acto social de esos que “no se pueden perder”. A las  necesidades básicas de respirar, comer, vestirse se sumó la premiere del filme de moda.

Los  jóvenes asistentes se sienten heroicos mientras hacen fila en el centro comercial respectivo ante el estreno de turno. Y  da  como pena desilusionarlos, pero su esfuerzo no tiene mayor mérito si se le compara con épocas pasadas. Porque –lo que sigue  a continuación puede herir sensibilidades, así que se recomienda leerlo sentado– hubo una época en la única opción para ver cine era ir a cine.

Es en serio. No había video casero. Más claro, no existían el Blue Ray, el DVD,  ni otros  aparatos que tal vez han oído mencionar como el VHS o el betamax. Lo único en línea era uno mismo mientras hacía fila en alguna parte –un teatro, por ejemplo– y para tener un computador personal hubiera sido  necesario desocupar  la casa, porque ese era el tamaño promedio de un aparato de estos.  Y no hablemos del precio. Y tampoco hubiera servido para ver cine, porque  no tenía pantalla.

En televisión sí pasaban películas, cuya edad mínima desde su estreno en sala  hasta el momento de emitirse por algunos de los dos o máximo tres canales disponibles era de 20 años. Tal vez algunas personas tenían una pequeña sala de  proyección en su casa. Digamos que son el equivalente a aquellas personas que hoy tienen un jet propio.

De manera que si usted quería ver el estreno más reciente, su única opción era comprar la boleta e ingresar al respectivo teatro. Comprar la boleta  no es como ahora, que uno simplemente se conecta a la Internet y hace una transacción electrónica, o llama a un número telefónico y espera cómodamente en su casa. No. Podía escoger entre ir hasta  la taquilla y comprarla, o se tenía algún problema con esos, siempre podía  ir hasta la taquilla y comprar la boletas. Allí sería atendido por un taquillero dotados de un gigantesco rollo del cual iría rasgando tiquetes, La máxima innovación tecnológica la tenia algún teatro donde los tiquetes los rasgaba una máquina.  Y era altamente recomendable llevar sencillo porque –algunas cosas nunca cambian- jamás había vueltas.

Pero ya estamos en la taquilla. Ese era el premio de montaña. Y para llegar a él había que pasar por  una epopeya digna de héroes. La ¡FILA! Así, en mayúsculas y con exclamación. Porque, con el respeto que nos merece quienes hoy en día hacen guardia  dentro del centro comercial a la espera de un estreno, eso es un paseo comparado con lo que era acceder a la taquilla en tiempos pasado. La cosa era  tan dramática que amerita texto aparte. Así que nos vemos el jueves.
(Continuará)