martes, 15 de marzo de 2016

Insisto, yo no soy un tipo serio


Cada vez que Gonzáles habla o escribe, alguien reacciona. Recibe apoyos o rechazos, algunos argumentados, otros pasionales. Sus  ideas, planteamientos, propuestas o comentarios nunca pasan inadvertidos.  Siempre hay personas que consideran seriamente sus tesis, bien sea para compartirlas o para rebatirlas. Esta situación sería muy positiva, si no fuera por un pequeño detalle. Lo que él busca es exactamente lo contrario. Hacer reír a la gente.

Esa es la idea: la realidad es que nadie entiende sus chistes.  O siempre lo malinterpretan. Desde cuando era el niño que quería ser chistoso. Mientras las payasadas de sus primos y amiguitos eran celebradas, las suyas inevitablemente  preocupaban a los mayores.  De esa  manera, se volvió cliente habitual del psicólogo del colegio por querer imitar parientes o profesores (¿problemas de personalidad?). Si hacía alguna cabriola de esas que ponían a sonreír a los grandes, repetirla era automáticamente interpretado como tic nervioso, síntoma de un síndrome de nombre raro o posesión demoniaca (siguiente paso: psicólogo, médico o exorcista)  Y cuando contaba  un chiste, las reacciones no eran de risa sino de un compasivo “pobrecito…”

A medida que creció su público cambió, pero el efecto risa siguió ausente. El chiste que,  narrado por un vecino, había hecho desternillar de risa a los amigos del barrio, se tornaba incomprensible cuando él lo repetía frente a sus compañeros de colegio. En tiempos en que no existía lo políticamente correcto, abundaban los comentarios discriminatorios contra grupos poblacionales específicos (melenudos, calvos, usuarios de bota campana…). Comentarios que causaban risa siempre y cuando no los dijera Gonzáles, porque si él lo decía sonaba en serio y “huy, esto está muy pasado mano”.

En tiempos de universidad el esquema evolucionó al nivel academia. Cuando el proceso de aprendizaje lo ponía frente a sus compañeros de aula, intentaba un chiste para distensionar el ambiente que, siempre, terminaba por tensionar el ambiente. Los demás estudiantes no lo entendían, uno o varios lo asumían como ofensa personal y el profesor de turno ponía cara de seriedad y advertía al expositor que se limitara al tema planteado.

Llegó el momento en que Gonzáles se declaró oficialmente incomprendido y dejó de lado su jocosa carrera. Pero la tecnología llegó al rescate. Internet. La posibilidad de mostrarle al mundo esa vena cómica que su círculo cercano se negaba a reconocer. Así que comenzó un blog para socializar sus habilidades burlescas y divertidas.

Ha tenido algún éxito, atrajo un número respetable de lectores. Lectores que comentan en línea. Esos comentarios evidencian la profundidad, trascendencia, alcance e importancia de unas palabras cuya única intención es hacer reír.

Pero no. Cuando Gonzáles intenta hacer una ironía, el mundo cree que es en serio. Cuando exagera algo para tornarlo risible, lo insultan por distorsionar la realidad. Las historias inventadas con finales graciosos se asumen como anécdotas reales con desenlaces  dramáticos.  Sin importar que tanto se esfuerce por evitar herir susceptibilidades, siempre que pone un protagonista en sus historias alguien se siente insultado y reacciona.


Gonzáles vive una tragedia. O en su caso, habría que decir que es una tragicomedia. Porque el hombre es un humorista al que todo el mundo se toma en serio.