Cada vez que Gonzáles habla o escribe, alguien reacciona.
Recibe apoyos o rechazos, algunos argumentados, otros pasionales. Sus ideas, planteamientos, propuestas o
comentarios nunca pasan inadvertidos.
Siempre hay personas que consideran seriamente sus tesis, bien sea para
compartirlas o para rebatirlas. Esta situación sería muy positiva, si no fuera
por un pequeño detalle. Lo que él busca es exactamente lo contrario. Hacer reír
a la gente.
Esa es la idea: la realidad es que nadie entiende sus
chistes. O siempre lo malinterpretan.
Desde cuando era el niño que quería ser chistoso. Mientras las payasadas de sus
primos y amiguitos eran celebradas, las suyas inevitablemente preocupaban a los mayores. De esa
manera, se volvió cliente habitual del psicólogo del colegio por querer
imitar parientes o profesores (¿problemas de personalidad?). Si hacía alguna
cabriola de esas que ponían a sonreír a los grandes, repetirla era
automáticamente interpretado como tic nervioso, síntoma de un síndrome de
nombre raro o posesión demoniaca (siguiente paso: psicólogo, médico o
exorcista) Y cuando contaba un chiste, las reacciones no eran de risa
sino de un compasivo “pobrecito…”
A medida que creció su público cambió, pero el efecto risa
siguió ausente. El chiste que, narrado
por un vecino, había hecho desternillar de risa a los amigos del barrio, se
tornaba incomprensible cuando él lo repetía frente a sus compañeros de colegio.
En tiempos en que no existía lo políticamente correcto, abundaban los
comentarios discriminatorios contra grupos poblacionales específicos
(melenudos, calvos, usuarios de bota campana…). Comentarios que causaban risa
siempre y cuando no los dijera Gonzáles, porque si él lo decía sonaba en serio
y “huy, esto está muy pasado mano”.
En tiempos de universidad el esquema evolucionó al nivel academia.
Cuando el proceso de aprendizaje lo ponía frente a sus compañeros de aula,
intentaba un chiste para distensionar el ambiente que, siempre, terminaba por
tensionar el ambiente. Los demás estudiantes no lo entendían, uno o varios lo
asumían como ofensa personal y el profesor de turno ponía cara de seriedad y
advertía al expositor que se limitara al tema planteado.
Llegó el momento en que Gonzáles se declaró oficialmente
incomprendido y dejó de lado su jocosa carrera. Pero la tecnología llegó al
rescate. Internet. La posibilidad de mostrarle al mundo esa vena cómica que su
círculo cercano se negaba a reconocer. Así que comenzó un blog para socializar
sus habilidades burlescas y divertidas.
Ha tenido algún éxito, atrajo un número respetable de
lectores. Lectores que comentan en línea. Esos comentarios evidencian la
profundidad, trascendencia, alcance e importancia de unas palabras cuya única
intención es hacer reír.
Pero no. Cuando Gonzáles intenta hacer una ironía, el mundo
cree que es en serio. Cuando exagera algo para tornarlo risible, lo insultan
por distorsionar la realidad. Las historias inventadas con finales graciosos se
asumen como anécdotas reales con desenlaces
dramáticos. Sin importar que
tanto se esfuerce por evitar herir susceptibilidades, siempre que pone un
protagonista en sus historias alguien se siente insultado y reacciona.
Gonzáles vive una tragedia. O en su caso, habría que decir
que es una tragicomedia. Porque el hombre es un humorista al que todo el mundo
se toma en serio.