Ese día la segunda de a bordo se la jugó y le dijo a Patricia, su jefa y amiga, que tenía que parar. Que esa obsesión por el trabajo 24/7, además de mandar el clima laboral a la porra, afectaba la vida personal de todo el mundo. Empezando por la de Patricia, quien ya no dormía, apenas comía (mal y a deshoras) y si duraba cinco minutos sin un proyecto, una estrategia y un plan de acción consideraba su vida inútil.
Aplicó estrategias corporativas. No le llevó al superior un problema, le llevó una solución. Taichi Chuan. Un arte marcial de origen chino que, a la vez, sirve como práctica de meditación, concentración mental y, sobre todo, relajación. La recomendación venía con cuatro alternativas de maestros, horarios y locaciones. La jefe terminó por comprar la idea y escogió un instructor que trabajaba en parques públicos.
Unos días antes, en otro lugar de la ciudad, el médico miró a Montoya, miró los exámenes y se le puso serio. —Mire señor Montoya. Ya hemos hablado de esto. Usted tiene que hacer por lo menos un poco de ejercicio y realizar actividades que alejen su mente del trabajo. ¿Cómo va lo de conseguirse el perro?
El doctor había descubierto el relativo éxito de la compañía animal para tratar a los trabajomaniacos. Les daba algo diferente en que pensar, los obligaba a redistribuir sus energías y a realizar caminatas diarias. Pero Montoya ya tenía respuesta —Si yo compro un perro se va a morir de hambre porque no tengo ni el tiempo, ni la disposición de ocuparme de él.
El galeno no se iba a rendir tan fácil — Bueno, ¿y no conoce a nadie que tenga uno y necesite un paseador?
Aquí entra Trosky. El perro de esa vecina que generaba interés amoroso en Montoya. Un samoyedo (raza de origen ruso) blanco de 60 centímetros de alto y 35 kilos de peso. Parecía una especie de cruce entre oso polar y mamut. Pero la vecina y sus compañeras de apartamento lo habían criado como el consentido de la casa, así que más allá de su fuerza y tamaño era una mascota regalona, juguetona e inofensiva.
La oferta del vecino llegó en el momento justo, porque precisamente ese sábado no había quien sacara al animal a su paseo diario. La rutina incluía recorrer algunas calles, utilizar la bolsa plástica en caso de necesidad y nunca soltar la correa porque el can tendía a correr detrás de aquello que llamaba su atención.
Todo iba bien hasta que llegaron al parque. Trosky fijo su mirada en un pequeño grupo de personas, quienes realizaban movimientos lentos y coordinados. Una especie de karate o de kung fu pero en cámara lenta. Ese grupo donde Patricia se dejaba guiar por el maestro en una rutina tranquilizadora y relajante de ejercicios que, para lograr la concentración óptima, se complementaba con cerrar los ojos.
Lo que no fue para nada tranquilizador y relajante ocurrió al abrir los ojos y ver 35 kilos de perro peludo correr hacia ella —en plan lúdico, pero en ese momento parecía un ataque— mientras arrastraban a un paseador quien gritaba, inútilmente, ¡quieto Trosky, quieto!
Patricia hizo un último esfuerzo por mantener la concentración, hasta que la bestia se paró en dos patas y apoyó las extremidades delanteras en la mujer. Montoya cayó al piso ante la inercia del frenazo inesperado. La agredida también fue víctima del fenómeno físico y terminó igualmente con su humanidad en el césped.
No sabemos como están hoy los problemas de estrés de los dos protagonistas humanos de esta historia. Pero superado el impacto inicial, y ya siendo claro que el perro solo quería jugar, ninguno de los dos pudo contener una relajante y, evidentemente, desestresante carcajada.