Por alguna razón, el transporte público en Bogotá siempre tiene un equivalente comestible. Hubo un tiempo en que de los buses colgaban racimos, y no precisamente de uvas. Algunos colectivos son una verdadera lonchera. No solo por su tamaño, sino porque el que va de pie debe asumir posición de banano y quien se sienta parece un paquete de papas fritas. No hay cosa que evoque más una lata de sardinas que una buseta llena. Sobre todo en la tarde, cuando se agrega el efecto aroma.
Pero un día apareció Transmilenio. Buses grandes. Sillas cómodas. El paso del pollo asado al pavo relleno. En principio, así fue. Hasta que por cuenta del relleno - los usuarios - le cambiaron la receta al pájaro. Pasó a ser pavo a la plancha.
La buena noticia es que los buses rojos articulados están llenos de lo que los economistas llaman valor agregado. Por 1400 pesos usted adquiere -en determinadas horas y rutas, hay que decirlo- derecho a transporte, sauna, masaje, cura de adelgazamiento, roce social y filatelia.
Sauna, debido a la influencia de 160 cuerpos apretujados en un solo recipiente. Masaje en diferentes modalidades. Pierna contra espalda, paraguas contra pierna, maletín contra cadera, codo contra oreja. Pero no se preocupe, Si el bus viene muy lleno, siempre puede esperar otro que también viene muy lleno.
En medio de tan democrática aglomeración el roce social es inevitable. Y aunque los sellos y el correo electrónico pasaron las estampillas a segundo plano, el Transmilenio les ha dado una segunda oportunidad. Si no, que lo digan aquellos usuarios “estampillados” contra puertas y ventanas que se ven en ciertos trayectos.
Dicen los que saben que los sistemas de transporte masivo se llaman así porque llevan mucha gente. Pero la congestión de algunas rutas y horarios del gigante rojo sugiere otra explicación. Mas de masacote, i de incómodo, vo de volver al pasado de la incomodidad.
Claro que todo evoluciona. Antes los racimos humanos colgaban de los buses.
Hoy están empacados al vacío en el Transmilenio.