jueves, 24 de enero de 2008

Pasajeros al vacío

Para los sufridos usuarios del "Transmilleno"

Por alguna razón, el transporte público en Bogotá siempre tiene un equivalente comestible. Hubo un tiempo en que de los buses colgaban racimos, y no precisamente de uvas. Algunos colectivos son una verdadera lonchera. No solo por su tamaño, sino porque el que va de pie debe asumir posición de banano y quien se sienta parece un paquete de papas fritas. No hay cosa que evoque más una lata de sardinas que una buseta llena. Sobre todo en la tarde, cuando se agrega el efecto aroma.

Pero un día apareció Transmilenio. Buses grandes. Sillas cómodas. El paso del pollo asado al pavo relleno. En principio, así fue. Hasta que por cuenta del relleno - los usuarios - le cambiaron la receta al pájaro. Pasó a ser pavo a la plancha.

La buena noticia es que los buses rojos articulados están llenos de lo que los economistas llaman valor agregado. Por 1400 pesos usted adquiere -en determinadas horas y rutas, hay que decirlo- derecho a transporte, sauna, masaje, cura de adelgazamiento, roce social y filatelia.

Sauna, debido a la influencia de 160 cuerpos apretujados en un solo recipiente. Masaje en diferentes modalidades. Pierna contra espalda, paraguas contra pierna, maletín contra cadera, codo contra oreja. Pero no se preocupe, Si el bus viene muy lleno, siempre puede esperar otro que también viene muy lleno.

En medio de tan democrática aglomeración el roce social es inevitable. Y aunque los sellos y el correo electrónico pasaron las estampillas a segundo plano, el Transmilenio les ha dado una segunda oportunidad. Si no, que lo digan aquellos usuarios “estampillados” contra puertas y ventanas que se ven en ciertos trayectos.

Dicen los que saben que los sistemas de transporte masivo se llaman así porque llevan mucha gente. Pero la congestión de algunas rutas y horarios del gigante rojo sugiere otra explicación. Mas de masacote, i de incómodo, vo de volver al pasado de la incomodidad.

Claro que todo evoluciona. Antes los racimos humanos colgaban de los buses.

Hoy están empacados al vacío en el Transmilenio.

Mi enemigo el control

Hubo una época en la que operar un televisor era eso. Tomar una perilla, girarla hasta oir un “click” y ya. Con esa misma se cuadraba el volumen. Había otra para los canales y una tercera para equilibrar el blanco y el negro.
Lo más traumático para cualquier televidente era el ataque de las líneas. A veces la imagen empezaba a verse como una tira de negativos pero en positivo. Otras, a las líneas les daba complejo de acordeón y se arrugaban como quien le jala al vallenato. “No problem”. Dos perillas adicionales, normalmente ubicadas detrás del aparato respectivo ponían la imagen en su sitio.
Añoramos esos tiempos sencillos. Hoy, el malo de la película se llama control remoto. Se supone que lo inventaron para facilitarle las cosas a la gente. Carreta. Nada más su presencia intimida. Botones por todos lados. Flechas, letreritos. Palabras raras. Menús que no dan comida. Iniciales incomprensibles. Decenas de botones contra cinco indefensos dedos.
Cualquier cabina de avión se le queda en pañales. Además, los pilotos pasan meses aprendiendo a manejar su avión. En cambio, se supone que el teleoperador debe enfrentarse al control con solo una lectura. La del manual de instrucciones. Sí, ese que nadie lee.
Para rematar, los diseñadores creen que el operador tiene vista de halcón y ojo de maestro pintor. Entonces lo pone a cuadrar colores. Como si estuviera mezclando pinturas. O tintes, o brillo, o lo que sea. Y como las flechas son multiusos, cada vez que quiere quitarle palidez a la protagonista de la novela, se le sube el volumen. Y cuando intenta que en los partidos la selección Colombia no sea verde y el pasto no se vea amarillo, borra un canal. Precisamente el que más le gusta.
Las palabras raras abundan. Que el “sharpness”. Que el “stadium efects”, que el “pip”, que el “ant”. Qué culpa tengo yo que solo quiero ver televisión. Así que pacientemente aprieto botones hasta que tengo una imagen, un canal y un volumen.
Es mi momento de triunfo.
Carreta, 10 minutos después, el maldito aparato se apaga solo.