jueves, 17 de marzo de 2016

Pesadilla de cinco estrellas (Primera de dos partes)


Descrito sin entrar en detalles parece un plan perfecto. Una noche en un hotel con todos  los juguetes, con derecho a comida y desayuno, sin tener que pagar un peso. Pero como suele pasar en estos y otros casos, las apariencias engañan.

Un primer detalle es que los beneficiarios no están ahí por voluntad propia, sino por obligación. Ellos no escogieron pernoctar en el alojamiento elegante, a ellos les tocó hacerlo. Son víctimas de diferentes circunstancias, aunque la mayoría de las veces el villano de turno es el clima.

Y es que la lluvia, la neblina, el viento, la  nieve,  cuando alcanzan determinadas magnitudes afectan directamente el transporte aéreo. Los aviones. Y por supuesto, a los pasajeros. Entonces vienen las historias de aviones que nunca despegan, o que despegan pero no pueden aterrizar y terminan en su punto de partida o en algún aeropuerto alterno sin ninguna relación con el destino inicial.

Hay que decirlo. En ocasiones el problema  no se debe al clima sino a una extraña conjunción de elementos que nadie explica bien (sistema caído, daños  en la pista, congestión en la pista, ausencia inesperada del piloto, problemas técnicos del avión, cambio de peinado de las azafatas o chulos cerca del aeropuerto). Normalmente uno nunca se entera bien de lo que pasó.  Lo único claro es que, muy cerca o pasada la medianoche alguien da la noticia: el vuelo ha sido cancelado.

Porque las aerolíneas siempre esperan hasta el último minuto del día o el primero del día siguiente. Nunca cancelan vuelos a las 8 o 9 de la noche. No, la decisión siempre se divulga en un aeropuerto semivacío, donde el auxiliar de turno anuncia a los agotados pasajeros que ese día ya no se conjugará el verbo volar.

Agotados es una forma  generosa de describirlo. Los  pasajeros, a esas alturas, suelen ser piltrafas humanas que han pasado de 6 a 12 horas en las sillas de aeropuerto.  Sillas que, como todos sabemos, están diseñadas para verse cómodas y no serlo.  Su dieta ha oscilado entre el ayuno absoluto, el tinto que alborota úlceras o, en el mejor de los  casos, pasabocas de aeropuerto. Pasabocas que son iguales a los normales pero tres veces más caros. Aunque tener plata no ayuda mucho, porque si hay restaurantes son inalcanzables por  aquello de “favor no retirarse la sala de embarque”.

Los viajeros han pasado por el proceso de buscar información con un funcionario desinformado, otro malencarado, y otro con cara de  bueno y disposición de colaborar pero sin mucho que decir. Algunos estuvieron una hora o más tiempo a bordo de una aeronave que nunca se movió de su punto de parqueo. O por mucho los llevó a  pasear por la pista.  Otros decolaron, volaron, llegaron, alcanzaron a ver su ansiado destino pero nunca aterrizaron y tuvieron que hacer el mismo trayecto en sentido contrario.

Ese grupo de hombres mujeres y niños cansados, frustrados y desilusionados es el que recibe la  noticia de que el vuelo ha sido cancelado y de que esa noche la aerolínea les brindará alojamiento. En ese momento, por primera vez desde cuando comenzó el frustrado viaje una sensación de alivio se siente en el ambiente.

Vana  esperanza, como veremos en la próxima entrega.