sábado, 16 de enero de 2010

Descanse en paz, Don Pérez (versión completa)

(Primer acto)
No, a entierros yo no voy.

No me mire así. Puede ser la persona que yo más haya querido en la vida, pero desde hace algún tiempo tengo absolutamente claro que solo pienso asistir a un funeral, ...al mío.

Pues claro que hay una razón. Mire, le voy a contar y después usted yo creo que me va a entender. El último o, para ser preciso y exacto, el penúltimo velorio que contó con mi presencia fue el 12 de julio de 2003.

Era como mi noveno entierro, uno no lleva esas cuentas, pero también era mi primer carro. Y eso uno sí lo tiene completamente claro. Un modelo de esos con poco tamaño por fuera pero mucho espacio interior, como dicen los publicistas. Me lo habían entregado una semana antes y, por supuesto, era mi máximo orgullo.

Por esa época yo le estaba caminando a Angie, una secretaria de la oficina de arquitectos que quedaba al lado de nuestra empresa. Teníamos la representación en Colombia de unos plaguicidas alemanes. Y ahora que tenía carro ya había concertado tremenda cita con la chica.

Todo parecía perfecto. Pero no. Justo el día en el que íbamos a salir, o para ser precisos y exactos, un día antes, se murió don Pérez. El viejo era algo así como el cuñado de un medio hermano de una prima de la mamá de Angie, pero en cierto momento de la vida las dos familias habían sido muy cercanas. Y cuando ella me dijo que aplazáramos el encuentro porque tenía que ir primero al velorio y luego al entierro a mí se me ocurrió la idea genial. “Tranquila, yo te llevo”.

Y ahí llegamos. Yo creo que usted la conoce. Es una capilla no muy grande, pero bonita y bien decorada. Queda en el barrio de las funerarias y precisamente por su ubicación se ha especializado en honras fúnebres.

Como es la única iglesia de los alrededores a veces se presenta un fenómeno bien curioso, y es que a los muertos les toca hacer fila... Llegan varios velorios más o menos al tiempo y mientras le dan la bendición a uno de los fallecidos los demás esperan afuera. Ese día había cinco entierros, contando el de Don Pérez.

Me enteré de un par de datos de la vida del viejo. Tenía como 100 años, una viuda más o menos de su edad y un reguero gigantesco de hijos, nietos, bisnietos y hasta uno que otro tataranieto. Eso era un gentío enorme al que seguían llegando y llegando personas, incluso en la iglesia. Nosotros éramos la tercera ceremonia y a la primera le ocurrió algo inusual. El motor de la carroza fúnebre se fundió.

A ellos, al igual que a nosotros, los atendía la Funeraria Rendón, que no son ningunos novatos en el negocio. Así que mientras seguían las ceremonias dentro de la iglesia inmediatamente despacharon otra carroza debidamente organizada. ¿Qué por qué le cuento esto? Ya verá.

Todo confluye hacia la siguiente situación. Cuando terminó nuestro rito y arrancamos para el cementerio, en ese mismo momento concluyó el cambio de carroza y el otro entierro también se movió.

Pero déjeme comentarle lo que pasó antes. Resulta que la viuda de Don Pérez, como ya le dije, era una señora como de 100 años y obviamente tiene muchos problemas para movilizarse. Y ni modo de subirla a un bus. La habían acomodado en otro carro pero con todas las dificultades del mundo para subirla y bajarla. Y ahí fue cuando vieron mi nuevecito. Mucho espacio interior, poca distancia entre la carrocería y el suelo, cuatro puertas.

Uno de los hijos (o un nieto, o un bisnieto, de verdad en esto no puedo ser preciso y exacto) habló con Angie, quien no dudo en decir que sí, que ni más faltaba, que por supuesto. Entonces me acomodaron en la parte de atrás a la viejita y a la solterona de la familia, quien ejercía como escolta personal de Doña Pérez.

Ese fue el momento cuando todos los motores se encendieron al tiempo y comenzó la procesión tras la carroza. Yo no sé bien qué pasó, pero el asunto es que Angie terminó subiéndose a otro vehículo, y a mi lado resultó un tipo gordo que yo nunca había visto y... arrancamos.

((Segundo acto))

Carros van, carros vienen. Se cruzaron los dos entierros saliendo simultáneamente. Yo dudaba un poco, pero el gordo me ayudó y me dijo con toda seguridad: “Váyase detrás de este”.

Y eso hice. Arranqué detras de una camioneta verde. En momentos como esos no es mucho lo que a uno se le ocurre para decir, así que todos íbamos en silencio. La caravana marchaba lentamente, como corresponde a su solemnidad y gravedad.

Doña Pérez mantenía una actitud digna y estoica mientras la solterona apretaba su mano. El tipo gordo miraba enfrente y yo pensaba que era una situación muy irónica trabajar toda la vida para terminar en un carro gris camino al cementerio.

Por supuesto, me refería a don Pérez, ese que iba adelante en la carroza negra que acaba de tomar la curva. Usted sabe que a uno se le graban detalles secundarios. Cuando llegamos a la iglesia, vimos el carro mortuorio de Don Pérez. Yo tenía la idea de que todas los vehículos que se dedicaban a esos eran negros, pero no, este era gris. Y el que iba adelante de nuestra caravana era negro. Claro, habían sido muchos funerales, de repente no recordaba bien. Y ni modo de decirle algo a la viejita.

¿Qué hacer?... Sí, lo hice. Espere a que nos parara un semaforo, me abrí a la izquierda y aceleré hasta llegar a la cabecera del cortejo donde trasladábamos los restos mortales de "María yo no sé que" a su última morada.

El conductor del carro que estaba justo detrás de la carroza nos miró con cara de extrañeza, mientras el gordo le hacía una especie de saludo antes de voltear a preguntarme que por qué me había adelantado así. Pero antes de que yo respondiera, la solterona dictaminó en voz alta.- “Nos equivocamos de entierro”.

El gordo replicó: “Como así, ahí va mi tía”.

Exacto. En el caos de la salida de las exequias, el gordo... Déjeme tratar de ser preciso y exacto. Digamos que había un entierro A y un entierro B. Doña Pérez, la solterona y yo éramos deudos del entierro A. El gordo era deudo del entierro B. Como el entierro A y el entierro B salieron al tiempo, El gordo creyó que nosotros eramos del entierro B y se subió a nuestro carro. Yo pensé que el gordo era del entierro A y por eso confié cuando me señaló el cortejo equivocado para nosotros, pero correcto para él.

Empezamos a discutir, primero sin mayor lógica, pero poco a poco se fueron definiendo las posiciones. La solterona exigía que partiéramos de inmediato en busca de Don Pérez. El gordo pedía que alcanzáramos la caravana para que él pudiera subirse a un bus de sus honras fúnebres. Yo intenté dar mi opinión pero ya el asunto se había reducido a un enfrentamiento entre dos.

Y Doña Pérez no decía nada.

No tengo idea de cuanto tiempo pasó. pero un pitazo nos devolvió a la realidad. Estábamos en el carril izquierdo de una calle, bloqueando el tráfico y mientras discutíamos la caravana de la tía del gordo se había ido. Yo era el conductor y el dueño del carro, así que decidí poner orden y mandé callar a la solterona y al gordo. Luego le dije que lo dejaríamos en algún sitio donde pudiera alcanzar su entierro mientras nosotros buscábamos el nuestro. “¡Y punto!”
“Ahora Gordo- en algún momento había empezado a llamarlo así - dónde es su entierro”.

“No sé”.

De las cosas que se entera uno. El hombre había sido llamado a última hora, apenas había tenido tiempo de llegar a la iglesia y nadie le había dicho en que cementerio iban a sepultar a la tía.

“Bueno, bueno. Señora -me dirigía a la solterona- dónde es el de ustedes”.

- “No sé”.

Resulta que la solterona había estado tan ocupada cuidando a doña Pérez que no había averiguado en que Parque Cementerio iban a enterrar a don Pérez.

Última esperanza. “¡Doña Pérez, donde van a enterrar a su marido”: “Pérez debe andar por allá en la finca. Nosotros tenemos una finca, sabe” y siguió hablando.

Claro, por eso estaba como tan tranquila. La viejita tenía Alzheimer y no era consciente de lo que pasaba a su alrededor.

Usted me dirá. ¿Y por qué no llamaron al celular de alguien? ¿Se acuerda que el carro nuevo era mío? Cuando uno compra carro se queda sin plata para otras cosas, comprar minutos adicionales, por ejemplo. La solterona no usaba celular y el gordo se hizo el pendejo. Y en medio de la ofuscación a ninguno se le ocurrió buscar algún vendedor de minutos.

La solterona estaba segura de algo. A Don Pérez lo iban a llevar a un parque cementerio. Recordaba que unos años antes él había bromeado con el cuento de que al fin tenía finca raíz, pues siempre había vivido en arriendo cuando compró el lote para su tumba. El asunto era en cual parque cementerio, el del norte, o el del sur.

¿Qué el gordo que? A esas alturas ya se había resignado. Total era una tía lejana que no le importaba. Además, miraba constantemente por el retrovisor a la solterona.

La única esperanza era Doña Pérez. El asunto es que ella parecía un viajero del tiempo, porque cada vez que abría la boca estaba en una época diferente. A veces era una niña, otras una adolescente, otras la recien casada en un monólogo inconexo en el que, milagrosamente, aparecieron en una sola frase dos palabras mágicas, lote y norte.

((Tercer acto))

Así que arranqué a toda velocidad para el Parque Cementerio del Norte. A estas alturas el gordo y la solterona habían bajado el tono, doña Pérez seguía hablando de la finca de sus papás donde iba a pasar las próximas vacaciones del colegio y yo corría, corría, corría, miraba al policía de tránsito que me perseguía y minutos después mi vida tenía algo nuevo. Un parte. El primer parte para mi primer carro.

Retomé la ruta, esta vez respetando los límites de velocidad. Doña Pérez ya no era una niña sino una joven a la que cortejaban varios contemporáneos, entre ellos cierto muchacho pobre, pero de buena familia. De los Pérez, por supuesto.

Como los otros dos ocupantes del carro habían armado conversación propia, la señora se dedicó a hablarme a mí. Mientras cogía carretera (el cementerio, usted sabe, queda en las afueras de la ciudad) me contó sin rebajar un solo detalle lo maravilloso que había sido su matrimonio ocurrido días antes, en la finca de sus papás, a la que cariñosamente llamaban “El Lote del Norte”.

Dos palabras. Lote y Norte en una sola frase. Y no tenían nada que ver con entierros. Podíamos estar equivocados. Claro, había un 50 por ciento de posibilidades... Y ahí empezó a sonar “Que será lo que quiere el negro”.

Era mi “ringtone”. Era, como no, Angie. Bueno, era el celular de ella, porque el que habló fue un nieto de doña Pérez que estaba entre molesto y asustado. “Donde carajos está mi abuelita”.

“Ya vamos llegando al Parque Cementerio del Norte”, respondí con austosuficiencia.

“Y qué se fueron a hacer allá, si estamos en el del sur” dijo la voz al otro lado de la línea.

Sí, para ser precisos y exactos teníamos un 50 por ciento de posibilidades de equivocarnos. Y nos habíamos equivocado. Vuelta de campana y una advertencia perentoria de la viejita.

“Quiero ir al baño”.

Yo no soy médico, pero sí he leído en alguna parte que las personas que llegan a cierta edad se comportan como niños en todo, y pensando en mi carro nuevo aceleré buscando urgentemente un sitio donde parar antes de que la viejita hiciera ciertas cosas. Pero la Policía llegó primero.

Otro exceso de velocidad, otro parte y otro salto temporal en la mente de doña Pérez. Ese desagradable episodio del atraco revivió justo en aquel momento. 30 años antes, ella había gritado. En ese momento, ella empezó a gritar.

El policía se asustó y nos hizo sair del carro. Llegó la patrulla. Doña Pérez aseguraba que jamás nos había visto y que la íbamos a robar. La solterona intentaba dar explicaciones, y el Gordo trataba de pasar desapercibido.

Usted sabe que los policías ahora se modernizaron. Le piden a usted la cédula y verifican si uno tiene o no tiene antecedentes con computadores o por radio. La solterona no tenía problema, yo tampoco. El Gordo sí.

Jalador de carros. Después, cuando nos llevaron a la permanente, me comentó que había sido solo una vez cuando estaba en problemas económicos, y que lo habían cogido y había pagado un par de años en la cárcel, pero siempre tenía problema en los retenes de la Policía. Por eso carecía de carro propio.

Pero yo sí tenía carro, nuevo. Sospechoso. La viejita dio otro salto temporal y exigió de nuevo un baño. Los policías entendieron como era el asunto y la treparon junto con la solterona a su patrulla y arrancaron no sé para donde. A mí y al gordo nos mandaron para la permanente mientras verificaban antecedentes y el carro fue remitido a los patios.

Al otro día me soltaron despues de pasar la noche entre hampones y travestis, que me quitaron la poca plata que tenía y el celular, aunque, hay que reconocerlo, me dejaron los dos partes. Al salir me enteré que tenía que hacer un gigantesco papeeleo para recuperar mi carro, ese que encontraría desvalijado en un patio de tránsito dos meses después.

Angie tardó mucho tiempo en volverme a hablar, pero cuando al fin cedió me enteré que la solterona se había fugado con el Gordo, y que Doña Pérez nunca había sido consciente de nada, aunque a veces mencionaba un paseo con dos señores y una señora muy simpática. El único problema de ese paseo, en la versión de ella, era que a veces los otros gritaban mucho.

Por eso, mi estimado amigo, a entierros yo no voy.

((Final, final))