Pérez comenzó a trabajar muy joven, más para darse uno que otro gusto que por necesidad. Apenas pudo se pasó a colegio nocturno y empezó a recorrer calles como el patinador oficial de una oficina de contadores. Ahí le cogió interés a eso de llevar cuentas ajenas, lo que lo llevó, sucesivamente, a curso, carrera técnica, ciclo tecnológico y contador público titulado de apellido Pérez.
Cada etapa académica coincidió, más o menos, con evolución en el ámbito laboral. A veces el ingreso no creció proporcionalmente al incremento de conocimientos y a veces el trabajo no tuvo relación alguna con la formación. Pero finalmente el hombre aterrizó en buena empresa, con buen puesto. Allí está hoy, haciendo cálculos para la organización sobre balances, ingresos e impuestos; y haciendo otro tanto para sí mismo sobre presupuesto familiar y jubilación, meta aún lejana pero soñar es gratis.
El repaso de su experiencia laboral lo llevó a sus ingresos iniciales. Es más, gracias al ejercicio de memoria evocó cierto detalle que muchos atesoran en la pensadora. Ese primer gasto con plata propia. Pérez lo tiene muy claro. Un polo (o sea, una camiseta con cuello). No era cualquier polo. Pertenecía a la marca de moda en su juventud, reconocible por el pequeño reptil cosido sobre la tetilla izquierda a manera de parche miniatura. La prenda como tal no tenía ninguna particularidad adicional, salvo que su precio era muchísimo más alto que el de cualquier producto similar, pero sin parche en forma de animal de sangre fría.
Esa fue el comienzo de una larga lista de adquisiciones que surtieron el guardarropa de Pérez con confecciones debidamente identificadas mediante imágenes ubicadas estratégicamente. No solo eran logos dibujados o cosidos, sino que en algunos casos, por ejemplo los bluyines, un parche de cuero sobre el bolsillo trasero le informaba al personal acerca del fabricante respectivo.
Pérez creció... y los nombres en las prendas de vestir también. Lo que en un principio era discreto y sutil, pasó a ser escandaloso y evidente. Ciertas marcas fueron ganando espacio hasta abarcar prácticamente toda la superficie visible de la chaqueta, suéter, camisa, traje de baño, gorra o ropa interior masculina. Esta última, por cierto, generó una curiosa (y a veces antiestética) moda donde la invisible se hizo visible, y lo masculino por definición también fue adoptado por parte del público femenino.
En el atuendo deportivo multiusos, las sudaderas, la pieza superior ganó tremendo logo y nombre, reforzado por diseño a espalda completa con la misma información visual en la parte trasera. El pantalón también lleva denominación y dibujo, con una creativa orientación vertical. Tal vez en los tenis no quepa el nombre, pero sí un logo universalmente reconocible.
Así, cada pieza del guardarropa de marca se convirtió en valla ambulante y cualquier usuario, de esos que en su vida han pisado una pasarela, se graduó y ejerce como modelo para promocionar el consumo de la misma.
(La cosa ha llegado a tal extremo que existe un mercado negro de prendas falsificadas, venta de parches que con un poquito de costura básica convierten genéricos en ropa de almacén fino, y nombres y logos que no son los famosos pero están concebidos para confundirse con ellos a menos que se mire detenidamente).
El asunto es que Pérez acaba de descubrir que, simultáneamente con sus trabajos en contabilidad y otros, lleva múltiples años laborando como parte de la estrategia de mercadeo de multinacionales dedicadas a la producción de confecciones. Y lo más curioso es que él no ha percibido un solo peso por su actividad.
De hecho, Pérez paga.