Se lo juro. Eso existe. O, por lo menos, existió alguna vez. No me mire así. No estoy loco ni nada parecido, Simplemente quiero un porchador de huevos. Ponchador no, porchador. Pero no aparecen. Lo busco en internet y me muestran unos aparatos para preparar huevos duros o tibios. Los pregunto en almacenes de cadena, en locales de artículos de cocina, en cacharrerías, en ferreterías, en distribuidores de artículos para el hogar, en misceláneas y en agáchese de paisa pero nadie sabe qué son, nadie sabe para que sirven, nadie los conoce.
Yo no me rindo. Sobre todo cuando me dan alguna esperanza. Porque no entiendo para que ponen un negocio si no quieren vender. Mire, hay sitios en los que no he terminado de preguntar y ya me dijeron que no. No a secas, sin asco, de ese NO que, sin decirlo, dice lárguese de acá. Y cuando eso pasa, no hay nada qué hacer.
Pero a veces, y eso es directamente proporcional a la simpatía del comerciante, a su interés en vender, a la congestión del local o a la curiosidad hacen la pregunta mágica: algo así como “¿Eso qué es?" Entonces viene la explicación que llevo años perfeccionando. "Es como una cazuela con dos secciones para preparar huevos. En la de arriba se ponen los huevos después de sacarlos de la cáscara y en la de abajo se hierve agua. Algo así como lo que se usa para cocinar al vapor o para preparar algunos alimentos al baño de María".
Y es ahí cuando me muestran las vaporeras eléctricas, las de silicona, las de bambú, las de encaje, las de estuche, las de cestillos, las de flores y hasta los escalfadores para microoondas. Y yo digo no, eso no es. Y si tienen vocación de maestro me traen dos recipientes, uno grande y otro pequeño y me enseñan que el agua se pone en el grande y lo que voy a cocinar en el pequeño y así se puede bañar a María pero yo les respondo que eso ya lo sé, pero que los porchadores existían, eran exclusivos para huevos y tenían el tamaño y el diseño perfecto y ese es el momento en que me empiezan a mirar raro, amenazan con llamar a la autoridad competente o le hacen una seña al camaján que cuida para que cordialmente me acompañe a la salida o, sin ninguna cordialidad, me saque a patadas.
Pero yo comí huevos porchados cuando era pequeño. En mi casa familiar existían esos aparatos. Quedaba más o menos como un huevo frito. Podía ser blandito o lo contrario: con consistencia de huevo duro o de huevo tibio pero sin tener que librar la batalla para pelar la cáscara. Porque eso de pelar huevos cocidos es una competencia para la que me declaro incompetente, y siempre termino perdiendo parte de la clara, de la yema o todas las anteriores. Y cuando son huevos tibios peor.
El porchador solucionaba ese problema. Por su diseño permitía hacer seguimiento durante el proceso. No como con los huevos cocidos y sus tiempos que o se pasan y terminan reventados, o se anticipan y terminan crudos. El porchador era rápido, y si se dejaba el agua tenía la ventaja adicional de conservar la temperatura. Con una ollita, una sartén y una tapa me inventé algo parecido (ver imagen), pero no igual. Por eso cada vez que puedo los busco, lo pregunto, indago y ya le conté lo que me pasa.
Me niego a creer que formen parte de esa lista de artefactos que acompañaron mi infancia y juventud pero que, sencillamente, ya no se consiguen. O que —no sé si eso es peor o mejor— realmente hayan sido una creación de mi subconsciente, una especie de amigo imaginario en versión huevo, o algún sueño repetitivo que se me revolvió con la realidad.
Es un hecho, necesito un porchador de huevos.
O de repente un psiquiatra.