Abel Antonio tiene nombre de vallenato, no tiene enemigos y el tiempo lo odia. Los calendarios, relojes y demás instrumentos destinados por el ingenio humano a medir el paso de las horas, los días, los meses y los años conspiran para hacerle la vida miserable.
El concepto puntualidad no existe para él. Llega tarde o llega temprano, pero nunca coincide con la hora prevista.
Y no es falta de voluntad. Es que, reiteramos, Cronos, el padre tiempo, le tiene ojeriza. No importa cuántas veces cambie de reloj, siempre dará con uno empeñado en diferenciarse del resto de sus congéneres. A veces la maquinaria es como esas personas que escogieron andar por la vida a un ritmo lento y pausado, otras se trata de un feroz competidor decidido a ocupar siempre el primer lugar. Pero nunca tiene en su muñeca un aparato que señale la hora correcta.
Y esa es la parte sencilla. Finalmente siempre se puede preguntar la hora. Lo difícil es que el tiempo coincida. ¿Coincida con qué? Con todo lo previsto. Abel le calcula media hora al desayuno y lo despacha en cinco minutos. Toma un transporte público cuya ruta siempre gasta veinte minutos, a excepción de ese día, que por cualquier cadena de razones llega a las dos horas. Asume que demorará la tarde completa en un complejísimo trabajo que termina en 45 minutos, después de, como no, cancelar todas las demás actividades pendientes.
Y en el momento en que la magnitud pasa de minutos y horas a fechas, se pone peor. Cuando cinco personas lo requieren para algo urgente, cuatro solo disponen del mismo día en la mañana, y viven en los 4 extremos de la ciudad. El quinto, el que puede por la tarde, lo llamará a primera hora a anticiparle la cita. Y solo en ese momento él recordará que las otras cuatro citas no son el próximo viernes, sino ese viernes.
Cuando deja para el martes algo previsto para el lunes, se le anticipa todo lo del miércoles. Hace una reserva para viajar en Semana Santa y cuando ya pagó, se da cuenta que estaba mirando el calendario del año pasado. Siempre que escoge un lunes al azar para algo relacionado con trabajo, resulta ser el único festivo del mes.
Es verdad que alcanza sus metas, pero cuando ya no se usa. Llega al banco 5 segundos después de que el implacable celador conjugó el verbo cerrar. Aparece en la cita médica justo cuando el doctor, que lleva un retraso de media hora en su jornada del día, llamó al paciente siguiente. Entra al teatro tarde cinco minutos, y no ve esos 300 segundos claves para entender la película. Solo alcanza puntualmente aviones y buses cuando estos sufrirán retrasos de horas asntes de despegar
Cómo puede sobrevivir un personaje así… Ni él mismo lo sabe. Hay algo. Es bueno en lo que hace. Incumplido pero bueno. Y poco a poco ha aprendido a pensar y actuar a largo plazo para poder sobrevivir en el corto. O algo así. Lo cierto es que todos los vacíos de su existencia se han ido llenando. Bueno, casi todos.
Porque en una primera versión ante autoridad eclesiástica, y en una segunda ante notario público, las fuerzas del tiempo conspiraron. La boda estaba programada con la debida anticipación, la fecha verificada y el viaje de negocios que coincidió daba margen... pero por allá en el otro extremo del mundo alguien que debía actualizar un antivirus lo deja para el otro día. Justo esa noche algo se filtra y se cae el sistema. Comienza una reacción en cadena que atrasa uno tras otro vuelos en todo el mundo. Al aeropuerto donde está Abel Antonio, un ejecutivo llega en avioneta contratada para enfrentar la emergencia. Esta no había sido sometida a su mantenimiento semestral y tiene una falla al tomar la pista. No hay heridos, pero sí una pista bloqueada. No hay transporte aéreo. Toca por tierra.
Resultado: a la iglesia no se pudo llegar a tiempo. Entonces se pidió cita en Notaría. Adivinen quien llegó tarde —la novia. Tarde es 45 minutos justo el día en que el Notario tenía más turnos y la obligación de cerrar a la hora en punto para atender una cita programada a las boda + 20 minutos p.m.
Ella, la novia, se sintió mal, muy mal. Y optó por alejarse a rumiar su culpabilidad. Ella, hay que decirlo, no era particularmente brillante, ni especialmente bella. Pero era la mujer de su vida. Abel la buscó sin éxito. Pero ella se negaba a ponerle la cara. Consideraba su comportamiento el día de la frustrada ceremonia nupcial algo inexcusable.
Por eso no contestaba llamadas, correos ni cualquier otro tipo de mensaje. Pero un día, Abel la vio en la distancia. Se le acercó de forma que fuera imposible ignorarlo. Y con el ánimo de no ofuscarla, optó por un abordaje casual.
“Hola”, dijo él. Dubitativo.
“Hola”, dijo él. Dubitativo.
“Hola”, dijo ella. Tímidamente.
Nada, ninguno dijo nada hasta que él optó por tratar de limitar la cosa por el lado de su viejo rival, el tiempo. “Tranquila, solo te pido que me regales un minuto”.
Ella lo miró extrañado
Él insistió “¿Tienes un minuto?”
Ella respondió en tono sorprendido “¡Nooo! Claro que no”. Luego salió corriendo enjugando lágrimas mientras Abel no sabía que hacer
Tampoco sabía dos cosas.
Que años de planes con diferentes operadores celulares, de compras a vendedores callejeros y de intercambio de favores con amigos y parientes habían puesto en el subconsciente de ella que cuando alguien pedía un minuto, se refería a tiempo... de celular.
Y que a ella el plan del mes ya se le había vencido.
Tampoco sabía dos cosas.
Que años de planes con diferentes operadores celulares, de compras a vendedores callejeros y de intercambio de favores con amigos y parientes habían puesto en el subconsciente de ella que cuando alguien pedía un minuto, se refería a tiempo... de celular.
Y que a ella el plan del mes ya se le había vencido.