martes, 17 de enero de 2017

Trampas al ego

Hace 35 mil años, el jefe de un clan de neandertales partió de madrugada con los machos adultos de su grupo en busca de comida. Finalmente divisaron un mamut. Aplicando la experiencia acumulada por él, por sus padres y por sus abuelos, ordenó a sus acompañantes que hicieran lo que había que hacer. 

Resulta que uno de los cazadores estaba interesado en aparearse con las hijas del jefe. Este cavernícola no era particularmente apto para la lucha con otros aspirantes a la misma hembra, método de conquista en boga por aquellos tiempos. Sabía que la única forma de evitar la pelea era que el padre lo escogiera directamente.  Eso lo motivó a decirle “uga, magagaga, gun”.

Traduce algo así como “buena forma de cazar mamut”. Ignoramos lo que pasó después. No sabemos si el comunicativo neandertal pudo reubicarse en la cueva junto con la familia del jefe y si alguno de los que andan –andamos– hoy por ahí descendemos de la hija del líder y este inventor. Sí. Inventor. El inventor de las trampas al ego.

Corresponde al individuo en mención la patente de una estrategia que se mantenido hasta nuestros días. Se trata de soltarle a alguien, en momento y lugar oportuno, una frase o expresión destinada a hacerle sentir más. Más inteligente, más sabio, más sagaz, más productivo, más competente y, lo más importante, más dispuesto a colaborar cuando sea necesario.

Las aplicaciones modernas abarcan cualquier actividad. El entrevistado que le dice al periodista “muy interesante su pregunta”. El empresario que le suelta a un subalterno de cuya existencia se enteró cinco minutos atrás un “su trabajo es muy importante para esta empresa”. El vendedor que incluye en su discurso frente al cliente potencial un “este producto es solo para gente como usted, no para todos”. El estudiante que le “reconoce” a su profesor que “con usted sí aprendo”. Las alternativas son múltiples. Es más, ni siquiera requieren hablar. A veces basta con un gesto de aprobación o una humhumneada para que el interlocutor sienta que acaba de decir algo histórico.

Aplican algunas reglas. El elogio debe ser aparentemente gratuito. No sirve si se hace en un escenario de evaluación. Es tan importante que parezca espontáneo como que no lo sea. No es un reconocimiento sincero. Es un aplauso interesado. Y fríamente calculado

Esto saca de la lista al lambón instintivo, ese que se arrodilla frente a la autoridad y se deshace en elogios frente a cualquiera que tenga más poder que él. Entre otras razones porque se trata de un personaje fácilmente detectable y hasta incómodo. Pero el elogiador profesional es estratégico, sabe exactamente cuándo y cómo soltar su piropo intelectual.

Y, seamos honestos, todos caemos. El departamento de egos del ser humano es uno de los más fácilmente manipulables. Básicamente porque lo que dicen es aquello que cada uno de nosotros tiene como una verdad absoluta en alguna parte de su personalidad. Que somos mejores en algo, y que no hay nada malo en que alguien lo reconozca de vez en cuando.

El elogiador lo sabe. Sabe que se trata de sembrar simpatías en el destinatario con el fin de cosechar algún día. ¿Cosechar qué? Lista larga que va desde tratamientos benignos  hasta algún favor particular. O impresionar a un tercero. O ganar tiempo. O preferencia a la hora de escoger un compañero para la hija en versión neandertal. Ahora que lo pienso, creo que sí funcionó.