Ella era, a la vez, estudiante de
arte en universidad pública y profesora de lo mismo en colegio privado. Sabía
que era casi imposible que entre sus alumnos hubiera un Picasso, pero, y esto
es importante, consideraba que todos tienen un mínimo de habilidad para el
arte. Y todos son todos.
Al otro lado estaba Monroy. Buen tipo él. Aunque le
perdimos la pista hace rato, actualmente es un exitoso empresario en el gremio
del alquiler de maquinaria pesada o algo así. Se podía definir como estudiante
promedio. Hábil para algunas materias, no tan hábil para otras y absolutamente
negado en ciertos ámbitos.
Esto pasó en tiempos pedagógicos distintos a los presente,
donde todo lo relacionado con el alumno debe incluir opiniones de padres,
asesores, psicólogos, Ministerio de Educación y, a veces, profesores y
estudiantes. En esas épocas la familia depositaba al niño en el colegio y lo
retiraba graduado de bachiller. Los dos ámbitos (parientes y educadores) solo
coincidían en la entrega bimestral de notas y la sesión solemne
Volvamos a Monroy y sus competencias. Específicamente a la
del arte. Era único. Excepcional. Singular.
Nunca, en toda la historia, una sola persona había reunido tantas
habilidades para hacer las cosas… mal. Planchas torcidas y asimétricas. Dibujos
deformes. Pintaba una silla y parecía un extraño organismo unicelular.
Distorsionaba todo, hasta lo que calcaba. No en un tono surrealista.
Simplemente chueco. Y feo.
En lo que antes se llamaba primaria –1 a 5– y en los dos
primeros años de bachillerato (6 y 7 en términos actuales), el hombre se
benefició del realismo del sistema educativo. En cierta forma fue un pionero de
la promoción automática. Lo pasaron porque era evidente que no daba más. Hasta
cuando la materia de la discordia pasó de obligatoria a vocacional. El colegio
respectivo abrió su pénsum en dos opciones; una para los creativos (dibujo) y
otra con un oficio medio olvidado en la actualidad, pero muy útil en otros
tiempos: taquigrafía, la técnica para escribir tan rápido como se habla.
La decisión lógica, normal, coherente e inteligente para
Monroy era escoger taquigrafía. Pero como buen adolescente, en él escaseaban la
inteligencia, la coherencia y la lógica. Es decir, lo que podía definirse como normal entre sus contemporáneos.
Por eso, y por seguir al lado de su grupo de amigos, optó por la clase de arte
con la profe Cubillos.
A ella le advirtieron que ese muchacho no tenía nada que
hacer en su curso. Pero ella, que sí era coherente, insistió en que todos pueden ser artistas. En
cierta forma, lo tomó como un reto. Y
asignó un primer trabajo para desarrollar durante la clase.
El resultado lo dejamos a la imaginación del lector. Pero le
contamos que a lo largo de la hora la profe transitó entre los pupitres,
lanzando uno que otro consejo. A Monroy le hizo par sugerencias. Y seamos
justos: él intentó ponerlas en práctica. Poco antes de que sonara la campana
Cubillos pidió que le entregaran los trabajos. Cuando llegó el de Monroy le
bastó una mirada para darse cuenta de que en nombre de cualquier criterio estético
mínimo y de su obligación moral como artista tenía que hacer lo que hizo.
Miró la hoja, miró al autor y en tono de sugerencia ordenó:
“Pásese a taquigrafía”.