jueves, 17 de noviembre de 2016

En defensa del arte universal

El mundo de las bellas artes nunca sabrá de la que se salvó. Cualquier admirador de la expresión estética, creativa o pictórica tiene mucho por agradecer.  Aunque la profe Cubillos, en principio, no estaba tan segura.

Ella era, a la vez, estudiante de arte en universidad pública y profesora de lo mismo en colegio privado. Sabía que era casi imposible que entre sus alumnos hubiera un Picasso, pero, y esto es importante, consideraba que todos tienen un mínimo de habilidad para el arte. Y todos son todos.

Al otro lado estaba Monroy. Buen tipo él. Aunque le perdimos la pista hace rato, actualmente es un exitoso empresario en el gremio del alquiler de maquinaria pesada o algo así. Se podía definir como estudiante promedio. Hábil para algunas materias, no tan hábil para otras y absolutamente negado en ciertos ámbitos.

Esto pasó en tiempos pedagógicos distintos a los presente, donde todo lo relacionado con el alumno debe incluir opiniones de padres, asesores, psicólogos, Ministerio de Educación y, a veces, profesores y estudiantes. En esas épocas la familia depositaba al niño en el colegio y lo retiraba graduado de bachiller. Los dos ámbitos (parientes y educadores) solo coincidían en la entrega bimestral de notas y la sesión solemne

Volvamos a Monroy y sus competencias. Específicamente a la del arte. Era único. Excepcional. Singular.  Nunca, en toda la historia, una sola persona había reunido tantas habilidades para hacer las cosas… mal. Planchas torcidas y asimétricas. Dibujos deformes. Pintaba una silla y parecía un extraño organismo unicelular. Distorsionaba todo, hasta lo que calcaba. No en un tono surrealista. Simplemente chueco. Y feo.

En lo que antes se llamaba primaria –1 a 5– y en los dos primeros años de bachillerato (6 y 7 en términos actuales), el hombre se benefició del realismo del sistema educativo. En cierta forma fue un pionero de la promoción automática. Lo pasaron porque era evidente que no daba más. Hasta cuando la materia de la discordia pasó de obligatoria a vocacional. El colegio respectivo abrió su pénsum en dos opciones; una para los creativos (dibujo) y otra con un oficio medio olvidado en la actualidad, pero muy útil en otros tiempos: taquigrafía, la técnica para escribir tan rápido como se habla.

La decisión lógica, normal, coherente e inteligente para Monroy era escoger taquigrafía. Pero como buen adolescente, en él escaseaban la inteligencia, la coherencia y la lógica. Es decir, lo que podía definirse como normal entre sus contemporáneos. Por eso, y por seguir al lado de su grupo de amigos, optó por la clase de arte con la profe Cubillos.

A ella le advirtieron que ese muchacho no tenía nada que hacer en su curso. Pero ella, que sí era coherente,  insistió en que todos pueden ser artistas. En cierta  forma, lo tomó como un reto. Y asignó un primer trabajo para desarrollar durante la clase.

El resultado lo dejamos a la imaginación del lector. Pero le contamos que a lo largo de la hora la profe transitó entre los pupitres, lanzando uno que otro consejo. A Monroy le hizo par sugerencias. Y seamos justos: él intentó ponerlas en práctica. Poco antes de que sonara la campana Cubillos pidió que le entregaran los trabajos. Cuando llegó el de Monroy le bastó una mirada para darse cuenta de que en nombre de cualquier criterio estético mínimo y de su obligación moral como artista tenía que hacer lo que hizo.

Miró la hoja, miró al autor y en tono de sugerencia ordenó: “Pásese a taquigrafía”.