jueves, 20 de abril de 2017

Tribulaciones de una tostada clandestina

Ese día Yeni estaba estrenando jefe. La autoridad llegó pisando fuerte y lo primero que hizo fue convocar una reunión de todo el equipo en la sala de juntas. A primerísima hora laboral, esa que más de uno –incluye a Yeni- utilizaba para despachar la primera comida del día.

El tráfico endemoniado había acabado hace tiempos con cualquier opción de desayuno en la casa. Apenas había tiempo de levantarse, despachar los niños, bañarse contrarreloj y salir a toda velocidad para marcar tarjeta a tiempo. La rutina era cumplir con el requisito que certificaba el cumplimiento del horario y luego dedicar de 15 a 20 minutos para romper el ayuno. Nada complicado para Yeni. Dos panes, tostadas o arepas y un café en leche.

Pero como ese día la autoridad debutante puso al personal a reunirse, no hubo tiempo. El hombre proyectó un documento kilométrico y arrancó a explicarlo. Había pasado una hora y apenas iba como en la décima de más de 100 diapositivas. El estómago de Yeni empezó a expresar su inconformidad con leves crujidos, que a ella le sonaban como explosiones.

Ella conocía su cuerpo, y sabía que solo era echarle un cafecito o un pancito para que la orquesta entrara en receso. Pero el líder no parecía tener entre sus prioridades ordenar la ronda de café y al ser DHC, (de hábitos desconocidos), la prudencia recomendaba no preguntar.

Un nuevo crujido la convenció de que era hora de clandestinizarse en asuntos alimenticios. El plan era sacar de su cartera la harina que su esposo le había empacado, partir un pedazo y calmar las tripas. Nadie se daría cuenta.

A menos que fueran tostadas de paquete. De esas que resuenan como lesión de futbolista al partirse, más en un ambiente dominado por el silencio apenas roto por la voz monocorde del jefe. Yeni lo dudó, pero el hambre pudo más. Tomó el alimento por los bordes, hizo fuerza… y no pasó nada. Hizo un poquito más de fuerza y nada. Hizo más fuerza y…

CRAAAAC. Yeni jura que eso sonó como edificio rajado por terremoto. Por un momento pensó que era el centro de todas las miradas, pero… Nada, nadie parecía haberse enterado. Todos seguían pendientes del líder.

Superado el primer escollo, solo quedaba echarse el bocado a la boca. Entre las cosas que nunca habían inquietado a la empleada en plan de desayuno, estaba la relación entre el sonido que uno oye cuando mastica, y el que captan los demás. Sabía de la existencia de alimentos que por su consistencia producían poco ruido mientras eran triturados por la muelamenta, mientras otros sonaban a pared atacada por taladro o sierra maderera en acción. Como la tostada que acaba de echarse a la boca.

Así que no se atrevió a morder, consciente de que la suerte que la acompañó al romper la hogaza no necesariamente se repetiría mientras mascaba. Más cuando masticar implicaba una sucesión de chas chas chas, mucho más evidentes que el solitario crac de la fase 1.

Optó por dejarle el trabajo a sus glándulas salivales, que se encargarían de ablandar el alimento hasta que los molares pudieran terminar la labor con la discreción que exigían las circunstancias. Justo en ese momento el nuevo jefe hizo una pausa, respiró profundo, pidió disculpas por su grosería y comentó algo acerca de quiero que ustedes me hablen de quienes son, “comencemos por usted, señorita”

 ¿Es necesario decir que señorita y Yeni eran la misma persona?