Doña Martha, quien ya había superado el centenario,
compensaba su escasa movilidad con 100 años de kilos acumulados. Pero la madre,
abuela, bisabuela y tatarabuela conservaba una envidiable lucidez y conversaba
sabroso, por lo que sus visitas siempre eran bienvenidas por parte de la
abundante parentela.
Eso sí, cada salida de Doña Martha Sofía implicaba un
operativo logístico digno de un concierto gratuito de los Rolling Stones o de
la posesión del presidente de los Estados Unidos.
El traslado incluía enfermera, cargadores, carro de
transporte especial –o ambulancia en algunos casos – preparación previa de dos
días y un equipaje surtido con muda de ropa, implementos de aseo, silla de
ruedas, caminador, pipeta de oxígeno, medicamentos varios y bolsa para
imprevistos.
Ella nunca estaba sola para esas lides. Los descendientes
hasta la tercera generación habían montado un eficiente sistema de turnos que
permitía disponer de por lo menos un familiar a cargo, sumado a los dos
camajanes contratados para efectos de transporte (conductor y auxiliar). A eso
se le suma el contingente celestial, pues Doña Marta Sofía era, en orden
ascendente, devota de los ángeles, el santoral católico en pleno, el Sagrado
Corazón y su insigne propietario y, por supuesto, la Virgen María.
Fruto de esa devoción su apartamento estaba surtido de
imágenes sagradas en todos los tamaños, materiales, modelos y colores. Entre
todos destacaba la Virgen de Guadalupe de un metro de altura traída de México.
En el mismo viaje el sobrino también le había traído un sarape con la imagen de
la Guadalupana, infaltable compañero de todas las salidas.
Y hablando de salidas, ese día se había programado una que
coincidió con la llegada de una nueva enfermera. Muchacha bien intencionada
pero novata, educada en la escuela profesional de hacer lo más inteligente
para cualquier subalterno: caso.
Y caso hizo cuando preparó la maleta, y fue despachando
todos los pasos del procedimiento, debidamente supervisada por el bisnieto de
turno. Este le fue indicando cada uno de los elementos que conformaban el
menaje de viaje, sin olvidar el sarape de la Guadalupana, que nombró al final
de la lista con un “y no se le olvide la Virgen de Guadalupe que mi bisabuela
no sale a ningún lado sin ella”.
Poco a poco fueron saliendo del apartamento hacia la
ambulancia la doña, su muda de ropa, los implementos de aseos, los medicamentos
planillados, la silla de ruedas y la bolsa para imprevistos. Camajanes,
pariente y enfermera subían y bajaban hasta que todo estuvo listo.
Bueno, casi todo, porque la enfermera no llegaba. Más o
menos 20 minutos después, apareció, agotada y sudorosa abrazada a la virgen. La
virgen de Guadalupe traída de México, la de un metro de altura. La que
trabajosamente había trasladado desde el apartamento donde, inocente, había un
sarape con la misma imagen que no tenía la culpa de la confusión.