(Sinópsis. Gerardo y Patricia se van a casar. El día de la boda se roban el carro encargado de transportar a los novios y dañan la fachada de la casa donde está la novia. La novia se pone histérica. Llaman al novio)
Gerardo estaba, como era de esperarse, durmiendo la monumental borrachera de la despedida de soltero que le habían hecho sus amigos. Por eso se demoró bastante en contestarle a la abuela, y mucho más en asimilar mentalmente las frases incoherentes sobre novia histérica, carro robado, y paredes pintadas.
Un pitico en el teléfono interrumpió la conversación. Era el servicio de llamada en espera. Gerardo pidió un momento y cambió de interlocutor. Se trataba del director del sexteto. Su padre estaba hospitalizado y no podían asistir a la boda. Discúlpenos señor, pero tenemos prioridades. Adiós.
De repente, como un relámpago, se concientizó de lo que ocurría. Se iba a casar en una hora. No estaba vestido, no tenía carro, no tenía músicos, su novia era un mar de lágrimas y a él le zumbaban los oídos en medio de una apocalíptica resaca.
Sabiendo que su prioridad particular era prepararse y llegar a la Iglesia, solo le quedaba pedir ayuda. Llamó al único amigo que tenía carro. Rojas. Este dijo claro y partió de inmediato a recoger a la novia mientras Gerardo encargaba a otro amigo, López, para que consiguiera músicos.
Patricia miró resignada el viejo “Yipao” de Rojas. Un Willis que este utilizaba en su trabajo de veterinario y recordó, en ese momento, el profético chiste de cambiar un BMW por un WVM (Willis vuelto m....) pero no había tiempo para buscar alternativa diferente, así que no le quedó más remedio que agarrar el tubo y treparse a la silla en la cual, de manera previsiva, Rojas había colocado un plástico. Colgados en la parte de atrás iban el fotógrafo y el camarógrafo.
Entretanto, en la iglesia, al lado de la pareja de reclinatorios frente al altar, y con una abundante presencia de invitados y curiosos, Gerardo, con un corbatín mal puesto y unas puntas de sacoleva mal medido arrastrándose por el piso, atisbaba en busca de su prometida, y de los músicos de reemplazo.
Ella apareció primero. Su angelical aspecto, complementado por el aura misteriosa de las ojeras derivadas de los sucesivos ataques de llanto le daban un aspecto singularmente sensual. En silencio empezó a recorrer el pasadizo limitado por bancas entre el atrio y el altar, silencio que fue únicamente roto por las notas imponentes de la marcha nupcial... a ritmo de mariachi.
Eso fue lo único que López pudo conseguir. Y hay que abonar la dignidad de Patricia al acercarse a su novio con el pon pon po pon del guitarrón marcándole el paso. Ya ni siquiera lloraba. Solo deseaba que esa pesadilla terminara pronto.
A punto de llegar a los reclinatorios, lanzó una mirada furtiva a las bancas de la izquierda, donde le pareció reconocer una vecina que no había sido invitada.
Entonces recordó que, en cumplimiento del agüero, llevaba el velo sujeto con unas hebillas robadas del tocador de esa vecina, pero descartó la posibilidad de... no la vecina no iba a...
“¡Mis hebillas, esa vieja tiene mis hebillas!” fue el grito que resonó una vez en toda la iglesia seguida de un silencio sepulcral.
Un final perfecto para la boda perfecta.