jueves, 18 de febrero de 2016

Papelito insignificante


La preparación para ese momento había comenzado muchos años atrás, cuando el doctor era apenas un niño. Un pequeño precoz e hiperactivo. Insoportable, decían algunos. Y aunque en esos tiempos había quienes miraban feo la pedagogía del televisor, funcionaba. La pequeña pantalla era el único mecanismo capaz de frenar por unos instantes al pequeño terremoto.

Un día, el nené sintonizó un documental sobre algo llamado astrofísica. Y sobre  un instituto de investigación escandinavo. Y en ese momento decidió que, algún día, trabajaría en ese lugar. Detalles como no saber qué era la astrofísica o donde quedaba el susodicho país carecieron de importancia. Ese era su destino.

Antes y después de esta decisión hubo opciones como futbolista, bombero, policía, presidente de la república, cantante, actor de cine, medico, chef  y piloto. Pero  cuando llegó el momento real de escoger futuro su sueño de infancia retornó. El niño hiperactivo  había  evolucionado a un joven tenaz y persistente. Terco como él solo, decían los amigos.  En Internet encontró que su carrera si existía… en otro país. Se dio mañas para aprender el idioma. Concursó y ganó una beca. Muchos años después, volvió a Colombia con dos títulos profesionales bajo el brazo: pregrado y maestría.

Luego vino el trabajo en la universidad. El doctorado. Los estudios de más idiomas. La producción científica. Los artículos en revistas especializadas que fueron engrosando su hoja de vida hasta consolidarlo como la eminencia en su campo. Su dedicación obsesiva lo llevó a minimizar cualquier actividad que le robara tiempo al crecimiento intelectual. Las salidas se limitaron a congresos y seminarios nacionales e internacionales. Compraba siempre la misma ropa y su menú diario nunca variaba para no gastar segundos escogiendo. Uno de sus recuerdos más dolorosos fue cuando perdió su libreta militar y debió pasar un día entero renovándola. Después de eso decidió que solo cargaría en su billetera la cédula de ciudadanía y el carnet de la universidad.

Hasta que la oportunidad de llegar a su cúspide personal se hizo realidad. El instituto escandinavo abrió convocatoria para contratar un investigador. El proceso no fue fácil. Tuvo que salir avante en pruebas psicotécnicas, técnicas, científicas. Demostrar sus conocimientos por escrito y ante expertos. Sustentar su fluidez en idioma local, en inglés y en el lenguaje propio del instituto. Paso a paso quedaron atrás sus rivales hasta que solo quedaron dos en la competencia. Curiosamente, ambos eran colombianos. La doctora (habitual contertulia en escenarios especializados) y él.

Para la decisión final, la plana mayor del instituto se trasladó a  Colombia. Proceso complejo. Ninguno daba ventajas. Currículo vital equivalente. Publicaciones y citaciones comparables, conocimientos paralelos. Hubieran querido contratar a ambos pero el presupuesto no lo permitía. Aunque  nadie  lo dijo, la decisión tácita era agarrarse de cualquier cosa para  terminar el proceso y escoger un ganador. Nuestro amigo el doctor estaba confiado. Pero era hombre. Y esa  fue su perdición.

Y al tercer día un funcionario administrativo pidió documentos de identificación para  ir preparando sendos contratos, aunque al final solo se firmaría uno. “Mientras tomamos una decisión vamos a hacer una verificación documental, es una cosa de rutina. Serían tan amables de permitirme su cédula y su pasaporte. Doctor, necesitamos también su  libreta militar”.