No voy a decir el nombre, solo anotaré que se trata de una
de esas organizaciones que depende de una relación directa empresa - cliente.
Dispone de múltiples instalaciones ubicadas a lo largo de la ciudad destinadas
a la venta de sus productos o servicios.
Esas áreas comerciales se caracterizan por ser amplias,
iluminadas, con abundante personal.
Manejan jornada continua desde temprano en la mañana hasta tarde en la noche, fines de semana incluidos. En
pocos minutos, los consumidores acceden a “soluciones”, mediante el pago de
módicos –o de los otros– contados y
cuotas.
Desafortunadamente, no siempre la relación se mueve en esos
románticos e idílicos escenarios. A
veces –bastantes– una cosa es el servicio prometido y otra la realidad.
O acceder a servicios especiales que se salen del producto básico requiere
autorizaciones adicionales. En ese caso, el cliente –yo, el optimista– hace lo
lógico: dirigirse al lugar donde adquirió su producto. Y entonces lo remiten a…
No recuerdo el nombre exacto. Pero sonaba importante.
“Centro de atención al usuario”. “Sala de casos especiales”, “Punto de
respuesta”. Además de la dirección, le anexan a uno varios números telefónicos
para comunicarse previamente y agendar una cita. Esos números tienen un
elemento común. A veces están ocupados, a veces nadie contesta. O mejor. Cuando
no están ocupados, nadie contesta. Y viceversa. Así que el siguiente paso es
ir. Como uno trabaja en horarios de oficina, la movilización debe hacerse por
fuera de esos horarios, después de las 5 p.m., por ejemplo.
La buena noticia es
que al llegar al lugar este se ve libre y despejado. La mala es que no hay nadie. Solo un letrero –pequeño y medio escondido – que señala los horarios.
Lunes a viernes de 8 a 12 y de 2 a 4. Es decir, las horas en las que los
asalariados trabajamos, Conclusión, hay que pedir permiso. Eso hicimos. Y
digo hicimos porque cuando, un par de días después, llegué (a las tres de la
tarde) encontré un montón de gente con intenciones similares.
Resignado, indagué por el orden de atención. “¿No tiene
ficha?” Entonces indagué sobre la ficha. “Las reparten a las ocho de la
mañana”.
Conclusión: viaje perdido. Como el que se hizo un par de
días después con llegada a las 8 a.m., cuando encontré una fila de esas que le
dan la vuelta a la cuadra a la espera de
las fichas. Tres intentos después
(cada uno más temprano que el anterior) y finalmente logré obtener el pase
para ser atendido. Ahora solo tenía que esperar.
Como soy malo para cálculos mentales, no me arriesgo con
cifras y medidas. Me limito a los hechos: sitio pequeño, escasos lugares para
sentarse. Mucha gente. Estábamos estrechos, apretados e incómodos. Y aunque se le veía buena voluntad
a los dependientes, eran solo 3. La mañana pasó y mi turno no llegó. A las 12
en punto cerraron el chuzo. Tocó por la tarde. Y pedir permiso adicional.
Eran como las tres cuando finalmente me atendieron. La
primera vez. Porque lo que parecía un reclamo sencillo se fue enredando por
cuenta de papeles adicionales y plazos que me convirtieron en cliente habitual
de la pequeña, incómoda, estrecha y asfixiante locación. Supongo que esa es a
la que se refieren en la publicidad de
la empresa cuando dicen “y por supuesto que disponemos de espacio para
atender sus reclamos”.