Fue una de esas rabietas de adolescente que arman tragedia donde, objetivamente, no pasó nada importante. Invitado a los 15 años de su mejor amiga del colegio, Rubén no pudo bailar con ella porque ambos se embolataron. La joven, en su papel de protagonista de la fiesta, mientras él se divertía con los amigos, aprovechando el trago y la comida gratis.
No se supo en que momento el asunto se volvió trascendente. Ya ni siquiera se acordaba si fue él o ella quien hizo el reclamo en son de broma y por cual razón lo que era un chiste se volvió serio. Pero el tema escaló —debidamente sazonado por amigos y amigas de ambos lados— hasta que la versión oficial era que ella lo había despreciado esa noche, que fue el único con el que no quiso bailar. Así que Rubén se hizo el digno y dejó de hablarle por un tiempo.
El tiempo se extendió un poco por un pequeño detalle. Ambos cambiaron de colegio, se desconectaron, dejaron de verse y nunca hubo oportunidad de aclarar el malentendido. Bueno, sí la hubo. 30 años después, gracias a las redes sociales, alguien organizó un reencuentro y los ex jóvenes (cada uno con tres décadas adicionales de experiencia, vida y familia) volvieron a verse la cara.
En la avalancha de saludos hubo un momento en que Rubén y la antigua amiga simplemente quedaron frente a frente, hablaron un rato de generalidades y luego fueron absorbidos por el grupo. Sin embargo, el tipo tuvo una sensación parecida a quien ha tenido que hacer una largo recorrido con una espina en el pie y finalmente logra extraerla. Un pendiente menos. La exquinceañera cuasicincuentona, por su parte, no dio ninguna señal de recordar o valorar el incidente, lo que contribuyó al cierre definitivo del mismo.
El reencuentro no solo fue exitoso, sino que terminó creando una comunidad de excompañeros basada, por supuesto, en un grupo de whatsapp. Allí, entre los intercambios de fotos, memes, una que otra cadena medio mística y comentarios variopintos periódicamente se convocaba a otras reuniones, o se publicaban imágenes de actividades en grupos pequeños.
Un día, las fotos compartidas mostraron un ambiente inusualmente elegante, donde la exquinceañera y su actual esposo parecían ser protagonistas, acompañados de casi todos los miembros de la comunidad y sus respectivas parejas. Rubén, en principio, fingió desinterés, pero muy interiormente se sintió ignorado y hasta menospreciado.
Como siempre, su esposa detectó la situación y, básicamente porque él se estaba poniendo insoportable, lo invitó a que dejara de armar videos y averiguara exactamente qué había pasado.
Una conversación con un antiguo compañero le confirmó que la exquinceañera y su consorte habían renovado sus votos, evento celebrado mediante una reunión con invitaciones personalizadas. Los fantasmas del pasado comenzaron a pedir pista en la tranquilidad mental del Rubén, quien decidió llamar a la homenajeada. Ella reaccionó positivamente ante el contacto. Se le notaba la satisfacción al hablar con su viejo amigo. Hubo una conversación animada antes de llegar al tema que el hombre introdujo de manera sutil.
— Por ahí vi las fotos de su renovación de votos, felicitaciones.
Con la tranquilidad y madurez que dan 30 años de vida, haber levantado una familia, combinar la vida profesional con la maternidad y el cuidado de casa y el sentido práctico que genera la experiencia, vino la respuesta: — Sí, eso estuvo buenísimo. Vinieron muchos compañeros. A usted no lo invité porque me acuerdo de lo que pasó la última vez que vino a una fiesta en mi casa. No quiero pasar otros 30 años de remordimiento por alguna pendejada.