viernes, 6 de enero de 2012

Una boda perfecta

La mamá de Patricia Jara Rocha, las tías de Patricia y en general todas las mujeres de la familia Jara y la familia Rocha querían que la boda de Patricia fuera perfecta. Aunque su opinión no interesa para nada, hay que anotar que Gerardo, el prometido, hubiera preferido hacer fila en una notaría y almorzar pollo asado. Pero, repetimos, su opinión no importa para nada. El sólo es el novio.

Para el día de arras todo estaba listo. El primo industrial iba a prestar su BMW, e incluso se había ofrecido como chofer. La novia tenía pensado salir de la casa de la abuela la cual, aunque ubicada en un barrio venido a menos, era imponente y señorial.

La iglesia iba a ser adornada con ramos de flores. Gerardo ya había alquilado el respectivo sacoleva. Seis hermanos que conformaban un conjunto de cuerdas darían la solemnidad necesaria tanto a la ceremonia como a la recepción posterior, programada en un salón social lo suficientemente vistoso.

Las nubes grises que impidieron ver la madrugada del día del himeneo fueron vistas por preocupación por la abuela, especializada, por su amplia experiencia maternal, en pensar siempre lo peor. Sin embargo, al ser absorbida por la rutina de preparar la ropa, peinar a la niña, dotarla de algo prestado, algo robado, algo nuevo y ponerle el complicado vestido de novia transcurrió la mañana.

Muy a las 11 de la mañana golpearon a la puerta. Llegaban puntuales el fotógrafo, el tipo del video, y el primo del BMW. Hasta el momento todo era perfecto, sino fuera por un comentario suelto del fotógrafo, “¿y se le tiraron la fachada, no mi señora?”

En efecto, la noche anterior, un ejército de grafiteros anónimos había llenado de letreros la pared frontal, la puerta, la parte de arriba de la puerta y todos los espacios posibles. Patricia, propensa a las lágrimas, empezó a hacer pucheros imaginando las fotos y el video de una novia apareciendo en medio de un mural político. Entre el camarógrafo y el fotógrafo lograron calmarla, asegurando que harían las tomas y las fotos de tal manera que no se viera el entorno.

Al final del ataque de histeria, el primo salió a encender su BMW. Un minuto después regresó con la respiración agitada. No había BMW. Se lo acababan de robar.

Los gritos lastimeros de Patricia, quien juraba a los cuatro vientos que ya no se iba a casar, obligaron a la familia a tomar medidas drásticas. Era el momento de llamar a Gerardo.

Gerardo estaba durmiendo la borrachera de la despedida de soltero que le habían hecho sus amigos. Por eso se demoró bastante en contestarle a la abuela, y mucho más en entender frases incoherentes sobre novia histérica, carro robado, y paredes pintadas.

Al colgar entró otra llamada. Era el director del sexteto musical contratado para la boda. Su padre estaba hospitalizado y no podían asistir. De repente, como un relámpago, Gerardo se concientizó de lo que ocurría. Se iba a casar en una hora. Estaba enguayabado. No estaba vestido, no tenía carro y no tenía músicos. Solo le quedaba pedir ayuda y llamó al único amigo con vehículo. Rojas. Este dijo claro y partió de inmediato a recoger a la novia mientras Gerardo encargaba a otro amigo, López, para que consiguiera músicos.

Patricia miró resignada el viejo “jeep” Willis de Rojas, que este utilizaba en su trabajo de veterinario. Recordó él, en ese momento, profético chiste de cambiar un BMW por un WVM (Willis vuelto m....) pero no había tiempo para buscar alternativas, así que trepó a la silla en la cual, de manera previsiva, Rojas había colocado un plástico. Colgados en la parte de atrás iban el fotógrafo y el camarógrafo.

Entretanto, en la iglesia, al lado de la pareja de reclinatorios frente al altar, y con una abundante presencia de invitados y curiosos, Gerardo atisbaba en busca de su prometida, y de los músicos de reemplazo. Ella apareció primero. En silencio empezó a recorrer el pasadizo limitado por bancas entre el atrio y el altar, silencio que fue únicamente roto por las notas imponentes de la marcha nupcial...a ritmo de mariachi.

Eso fue lo único que López pudo conseguir. Y hay que abonar la dignidad de Patricia al acercarse a su novio con el pon pon po pon del guitarrón marcándole el paso. Ya ni siquiera lloraba. Solo deseaba que esa pesadilla terminara pronto.

Cerca de los reclinatorios le pareció reconocer una vecina que no había sido invitada. Entonces recordó que, en cumplimiento del aguero, llevaba el velo sujeto con unas hebillas robadas del tocador de esa vecina, quien no iba a...

“¡Mis hebillas, esa vieja tiene mis hebillas!” fue el grito que resonó una vez en toda la iglesia seguida de un silencio sepulcral.

Un fin perfecto para la boda perfecta.